Nostalgia y melancolía

Julio Picatoste

Julio Picatoste

Pasado con creces el ecuador de la vida, me sorprendo fluctuando entre dos estados de ánimo como un náufrago que se deja llevar sin resistencia por corrientes marinas de sentido contrario. Son la nostalgia y la melancolía. La cercanía del final, el saberse en el último tramo de la vida donde el futuro se hace cada vez más corto y el horizonte ya no se aleja al caminar, mueve al corazón en dirección opuesta buscando remansarse allí donde reencuentra viejas vivencias que son ahora testimonio de vida. Es una forma de contrarrestar ese avance imparable de los días, es volver a las raíces de la vida y percibir el aroma húmedo de la tierra primera donde aquellas se hundieron. Esa “corriente impetuosa”, como llamaba Marco Aurelio al tiempo, nos ha trasterrado de aquel espacio de nuestra existencia, a salvo y protegido, para llevarnos a otro inhóspito e incierto, y allí dejarnos a la intemperie de la vida.

Nostalgia es el sentimiento del exiliado; y es que la edad es una forma de extrañamiento de aquella patria que es la infancia, donde todo sentimiento es aún virgen y todo sueño se nos antoja hacedero. Aquella vida párvula, pero plena, intensa, que todo lo abarcaba, tanto que ni el pasado ni el futuro tenían existencia porque no importaban todavía. Cuando corro los visillos de la memoria y aparece cualquier paisaje de la infancia, me apacigua rememorar aquel hábitat confortable, aquella burbuja de seguridad, aquellos años de niñez en la casa grande, de altos techos y balcones luminosos que miraban a la gran plaza; aquella vida se me presenta ahora como una fortaleza sosegada, refugio ocasional de las horas que me van hiriendo. Es justamente al final del viaje cuando, como Ulises, soñamos con volver a casa, a la patria indeleble de nuestra existencia, al punto de partida, donde todo empezó. Son, en palabras de Unamuno, los días de ayer que “en procesión de olvido” desfilan por nuestra memoria, es el anhelo de revivir lo que se ha vivido para que nos consuele de tanto bien perdido.

"Es justamente al final del viaje cuando, como Ulises, soñamos con volver a casa, a la patria indeleble de nuestra existencia, al punto de partida, donde todo empezó"

La melancolía es algo absolutamente distinto. La melancolía tiene una desairada etimología: “bilis negra” o “flujo negro”; es, pues, como un humor, un líquido que se derrama por el alma y la tiñe de vetas grises; hay algo en ella de oscuridad, de negrura, de tarde invernal. Supone la melancolía un estado de tristeza serena, una atmósfera neblinosa del espíritu, un ocaso del ánimo. Me siento identificado con el tipo de melancolía que definía el pensador italiano Norberto Bobbio: “Tengo una vejez melancólica, entendida la melancolía como la conciencia de todo aquello que no he logrado. Y que el poco tiempo que me queda por vivir me impide lograr”. Me recuerda a Ortega cuando afirmaba que la razón de que los hombres anden melancólicos está en que los quehaceres humanos son irrealizables; el destino del hombre, decía, es no lograr nunca lo que se propone; “parte siempre hacia el fracaso, y antes de entrar en la pelea lleva ya herida la sien”. Schelling hablaba de la “melancolía sagrada” que nace del ansia de un imposible que es vivir infinitamente.

Diríase, entonces, que nostalgia es el dolor por lo que fue, una aflicción que dormita en la memoria con todo el aroma vivo del pasado, y la melancolía es tristeza por lo que ya no podrá ser, es el vacío que cristaliza en oquedad. Son aquellas vocaciones que quedaron soterradas bajo la gravidez de lo cotidiano y la omnipresencia de una ocupación invasiva y absorbente que, depredadora del tiempo y de la vida, posterga y desplaza todo otro afán. Vuelvo a recordar versos de Unamuno cuando decía que “para ver la verdad no hay mejor lumbre/que la lumbre que sube del ocaso”, es entonces cuando, vueltos los ojos hacia el pasado, pensamos que “toda la vida a la postre es un fracaso”. Y así, con la luz del crepúsculo, día tras día, se van trenzando nostalgia y melancolía.

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