Algo debe estar fallando en la llamada sociedad del bienestar cuando, por ejemplo, en las vísperas de unas elecciones, por más que sean municipales, nadie se atreva a proponer soluciones para remediar evidentes fracasos del sistema. Cierto que, si bien parecen asuntos de otras administraciones, y desde el hecho –cierto– de que a los ayuntamientos no se le deben endosar más responsabilidades de las que ya tienen, sí que podrían aportar remedios para algunos de esos fracasos, siquiera por proximidad a quienes los padecen más directamente. Uno de ellos es al que se refiere la reciente información de FARO DE VIGO sobre el cierre de granjas gallegas de vacuno en un año.

Una situación así no es nueva, pero sí su magnitud, porque afecta, sólo en estos últimos doce meses, a miles de instalaciones de ese tipo en este antiguo Reino. Y si la cifra parece, y es, excesiva, mueve a reflexión urgente sobre los motivos por los que se ha llegado a semejante decisión. Y no es improbable suponer que una parte al menos se refiera precisamente al elevado número de granjas, que hace difícil de por sí considerarlas un negocio rentable en situaciones normales pero que, en las actuales, con una inflación galopante y un brutal crecimiento de los intereses de los créditos, por ejemplo, hacen insostenible plantearse la continuidad.

Ocurre, sin embargo, que esas granjas, como otras instalaciones también en el ámbito rural, no sólo juegan en su conjunto un papel importante en la economía rural de Galicia, sino que son un factor básico para retener población en su territorio y por tanto a evitar eso que ahora llaman “vaciado” de comarcas enteras. Y por eso extraña la relativa escasez de ayudas, siendo así que por ejemplo la Xunta está concediéndolas hasta para cambiar de electrodoméstico. Y también que ese cierre masivo, que se hace por no soportar costes, no signifique en que se incumple la ley que prohíbe vender a pérdidas, porque si se ven obligadas a paliar la crisis rebajando precios no es solución, y no vender, peor aún.

Hay, también, que considerar un fracaso del sistema, pero en una cuestión del todo diferente: la educación. Porque es inaceptable que unos 20.000 –veinte mil, en efecto– alumnos/as de ESO en Galicia reciben un hostigamiento continuado por parte de compañeras/os, de acuerdo con una encuesta de la Universidad de Santiago para Unicef. Informó Carmen Villar, en este periódico, que se van a actualizar los datos en una macroencuesta ya en marcha. Pero un panorama así, sobre el que cada día hay más noticias incluso de suicidios a una edad en que ni siquiera se ha comenzado a vivir, no invita al optimismo, y exige, de quien corresponda, remedios inmediatos y efectivos.

El caso del maltrato escolar es más complicado, aparte de diferente en sus causas y efectos, que el otro fracaso citado, que es el de una actividad agropecuaria. La docente es más compleja, menos encuadrable en sus motivos y por tanto en su solución y, además con una agravante: crea, dice un experto en el trabajo de FARO, que también desencadena un problema de salud pública. Por tanto, es mucho más que una cuestión escolar, ya de por sí lo bastante preocupante para reclamar, si no solución inmediata, sí más medios materiales, humanos y de atención a las víctimas de los que hasta ahora se han dedicado. Y es que, como otros fracasos, son de difícil diagnóstico y por tanto también de hallarles solución, pero no intentarlo al menos es todavía más doloroso.