Jueces, fiscales y médicos han ido –o amagado con ir– a la huelga en las últimas semanas, lo que nada tiene de particular. Como asalariados que son, resulta perfectamente lógico que demanden mejoras de sueldo y, en algunos casos, de horario, para atender mejor a la clientela. Tan razonables son sus peticiones que, normalmente, suelen ser concedidas por el Estado proveedor de nóminas.
Llama la atención, si acaso, que los jueces y otros profesionales de viejo prestigio social recurran a la huelga –de ecos proletarios– para solventar sus problemas laborales. La fácil explicación es que el mundo ha cambiado.
Los obreros de toda la vida, muy menguados ya por la robotización, usaban la huelga como instrumento para perjudicar los intereses de la patronal y no los de sus clientes. Interrumpir la producción era el modo de presionar a la empresa para que atendiese sus peticiones. Pero ahora casi todas las fábricas están en China, donde estas protestas no son muy del agrado del régimen.
Con la evolución de la economía nacieron los llamados huelguistas de cuello blanco, que son los que van quedando en Occidente.
Los pilotos comerciales, un suponer, solían organizar paros en vísperas de vacaciones, aprovechando tal vez la falta de competencia entre líneas aéreas que era norma años atrás. Ya fuese en Semana Santa, en verano, en Navidades o en el arranque de cualquier Operación Salida, los aeronautas tomaban como rehenes a los pasajeros, estabulados a la fuerza en los aeropuertos.
“Los obreros usaban la huelga para perjudicar los intereses de la patronal y no los de sus clientes”
Les hacían, literalmente, la Pascua a sus clientes, con el feliz resultado de conseguir casi siempre un aumento en la nómina a cobrar.
Aquella tradición desapareció, como tantas otras, con el ingreso de España en la Unión Europea y la subsiguiente aplicación de las leyes del mercado. Bastó que se multiplicase la oferta con la llegada de otros operadores –mayormente, Ryanair– para que disminuyera hasta extinguirse la capacidad de coacción que tenían los pilotos en la época del oligopolio de los cielos.
Durante un tiempo les tomaron el relevo los controladores aéreos, gente del mismo ramo que gozaba fama de percibir cuantioso salario a cambio de la labor de pastorear a los aviones en el aire. Eran huelgas de éxito casi garantizado, hasta que el Gobierno de un partido obrero decidió la privatización parcial del tráfico aeronáutico. Haberlas, sigue habiéndolas, claro está; pero ya sin los efectos demoledores que solían tener para la economía del país.
No son comparables aquellas huelgas aéreas con las de los jueces, médicos o fiscales, naturalmente. Coincidirían, tan solo, en que los más perjudicados no son los gerifaltes de la patronal, que es el Estado y tira con pólvora del rey; sino más bien la clientela que ve cómo se retrasa lo suyo en el juzgado, en el hospital o en la consulta.
Otra opción no les queda, sin embargo, a los huelguistas, cuando se trata de demandar mejores condiciones de trabajo y salario. Quizá por eso los pacientes damnificados han sido especialmente comprensivos en el caso de los médicos, que no van a vivir solo de aplausos en tiempos de pandemia. Solidarizarse con la causa obrera de los jueces ya suena un poco más raro, pero estos tampoco son tiempos normales.