Tres ahorcados

Eduardo Jordá

Eduardo Jordá

Cuando veo las escenas de polarización y enfrentamiento político que vivimos –y más aún con el inicio de esta campaña electoral que nunca termina–, me acuerdo de una de las mejores novelas que he leído y de una de las mejores escenas que he leído. La novela es “La marcha Radetzky”, de Joseph Roth, que se publicó hace casi un siglo, en 1932, y que es una de las más grandes novelas del siglo XX. Y la escena en cuestión cuenta lo que ocurre en una noche de finales del verano de 1914, justo cuando acaba de empezar la Gran Guerra en una región fronteriza de Ucrania. Sí, Ucrania, un país en el que ahora mismo estarán ocurriendo escenas muy parecidas.

Pues bien, en esa escena, un teniente del ejército austríaco se encuentra en un cementerio con los cadáveres ahorcados de un pope y dos campesinos ucranianos. Ese pope y esos campesinos han sido condenados a muerte por espías y saboteadores. El propio ejército del teniente ha ejecutado a esos desgraciados, pero el teniente corta las sogas de esos ahorcados y luego los carga uno a uno sobre sus espaldas y los entierra en el cementerio. Y justo cuando acaba de enterrar a esos supuestos espías y traidores, el teniente se santigua y quiere rezar un padrenuestro por esos muertos. El teniente mueve los labios, el teniente intenta rezar, pero la oración no le sale porque ha olvidado ya todas las oraciones. Ese teniente que no sabe rezar se parece muchísimo a cualquiera de nosotros. Pero hay una diferencia insalvable entre ese teniente y nosotros: ninguno de nosotros estaría dispuesto a hacer lo que él hizo: enterrar a unos espías, cargar a sus espaldas con los cadáveres de unos saboteadores vendidos al enemigo.

"La izquierda actual nunca ha querido reconocer a las víctimas del otro bando, con el argumento vergonzoso de que habían sido honradas por los franquistas"

En tiempos de polarización brutal, en tiempos de intransigencia, en tiempos de griterío, nadie está dispuesto a rezar un padrenuestro por el enemigo. Al enemigo –sea quien sea– hay que dejarlo colgado de un árbol, a la entrada del cementerio, para que todos podamos observar cuál ha sido su castigo. Todo esto sucede de forma simbólica, por supuesto –al menos por ahora–, y todo se reduce a pésima teatralidad y a postureo demagógico, pero el desprecio y la deshonra con que tratamos a los del otro bando deben ser evidentes. Además, lo que hizo el teniente Trotta en la novela de Joseph Roth es lo que deberíamos haber hecho con todos los muertos de la Guerra Civil. La Iglesia y el Ejército deberían haber reconocido y honrado –cargando simbólicamente sobre sus propios hombros, como hizo el teniente Trotta– a todos los asesinados de forma repugnante por el bando sublevado: anarquistas, comunistas, republicanos, socialistas, masones, feministas, esperantistas… Pero a la vez, la izquierda debería haber reconocido –cargando también sobre sus hombros– a todos los asesinados de forma repugnante por el bando republicano durante la Guerra Civil: curas, monjas, burgueses, católicos, derechistas, propietarios... Todo esto podría haberse hecho durante los primeros años de la Transición, cuando muchos de los supervivientes de aquellos hechos estaban aún vivos. Pero desgraciadamente no se hizo.

Lo que sí se hizo después, a remolque de las leyes de Memoria Histórica, fue utilizar los cadáveres de los asesinados –pero solo de los asesinados por los franquistas– para usarlos como instrumento de propaganda contra los oponentes políticos, en este caso la derecha. Y esto se hizo con la complicidad manifiesta de algunos historiadores y de algunas asociaciones de víctimas. Y en consecuencia, la izquierda actual nunca ha querido reconocer a las víctimas del otro bando, con el argumento vergonzoso de que esas víctimas habían sido honradas por los franquistas, de modo que ya no hacía falta honrarlas ni reivindicarlas. Como si las honras fúnebres de una dictadura despreciable pudieran considerarse legítimas. Y como si no fuera una obligación de una democracia decente honrar a todas las víctimas, y no solo a una parte de ellas.

Pero así actuamos en su momento. Y así seguimos. La polarización política nos obliga a dejar al enemigo colgado simbólicamente de un árbol, a la espera de que se pudra afrentosamente a la vista de todos. Al enemigo no le podemos reconocer ni un solo derecho, ni siquiera el derecho a existir. Y usaremos la propaganda, usaremos las mentiras más descaradas, falsificaremos los datos y haremos lo que sea con tal de que ese enemigo siga colgando de un árbol por los siglos de los siglos. No puede haber una tregua. No puede haber piedad ni acuerdo ni reconocimiento alguno. El enemigo es un traidor y hay que eliminar a los traidores, así que nadie va a rezar un padrenuestro por esos espías y nadie va a darles un entierro digno (en eso sí que han actuado bien las asociaciones de víctimas de represaliados de la Guerra Civil, y de eso sí que debemos alegrarnos todos). Pero el reconocimiento a la existencia del otro, la aceptación de que hay otros que piensan de otro modo y actúan de otro modo, eso nunca, jamás. A esos hay que dejarlos colgados del árbol.

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