Carlos Oroza es un poeta que ha logrado convertir el territorio en su estatura. En su reino, en el que las fronteras han sido sustituidas por trigo, se impone una aparente inocencia consciente en sus ternuras, incomprensiones, afectos y desafectos, candor, quizás un cierta ingenuidad, o una irrealidad creada para sobrenadar, para flotar en lo incomprensible que sería el silencio intencional, o la perversa negación del otro, del diferente, del raro.
En ese espacio inspirado de salvación en el que, como decía su admirado Hölderlin, “el hombre es un dios cuando sueña; un pordiosero cuando reflexiona”, “somos una conversación” con nosotros mismos, con los demás. Los genios se abocan a aportar gramos de creación y belleza: “pintura, arquitectura, música”, esa trinidad en la que creía el inspirado bardo de Viveiro.
Y qué otra cosa es la poesía más que arte elevada, amor hecho con palabras, penetración en el abismo del gozo por el deleite de hallar y provocar placer en el lector, éxtasis en el cómplice. Hay que sobrevivir, y disfrutar, pues “lo cotidiano mata, poco a poco, lentamente”. Para observar la vida, para hacerla soportable, Carlos ejercía un entendimiento poético de la cotidianidad, una percepción eminente de las cosas, una traducción sublime de lo vulgar, con el objetivo de otorgarle alma, elevar el espíritu y vivir con la mansedumbre de perturbar inquietudes, sin hostilizar.
El poeta paseaba por las calles de Vigo la que describía con su “derrota”, podría ser pura ironía, pues ese término, en la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española, significa “camino, vereda, senda de tierra”. Era, como el olivo, un símbolo viviente, cotidiano, necesario para una ciudad universal en ecos, capital de la cultura gallega y, con Oroza, cumbre de la poesía en español, un ochomil tan inexpugnable a escala creativa como la obra del ourensano José Ángel Valente.
A su manera, Carlos navegó en la ciudad en la que se publicó por vez primera Cantares Gallegos de Rosalía de Castro. El poeta recorría un callejero pleno de lugares y nombres de personajes esenciales. En la verdad no hay atajos, hay evidencias e incluso muchos olvidos. “Yo no pinto pájaros, pinto vuelos”, decía el poeta de Viveiro, y así es en el Vigo de las luces.
Oroza nació con su primera inspiración, vivió de manera permanente en ella, resucita con entusiasmo de la mano de la Asociación Évame-Oroza, en la mismísima sede radicada en la Casa de la Collona. Y es que Vigo, además del Berbés y la Piedra, ha sido una ciudad de libertad y entusiasmos e ironías. Carlos lo sabía como pocos y quizás por eso desde ella cantaba a la vida como ningún otro supo hacerlo.
Por ti callo.
Para regalarte silencio
Para iluminar mi alma.
Nada que decir cuando todo se ha dicho ya.
Lo escribí escuchando al poeta en la cena del cumpleaños de Laxeiro, en el ya mítico restaurante Puesto Piloto, de Antonio y Argentino. En Vigo, un 29 de febrero de 2008. Entonces, como ahora, se celebraba un cumpleaños. A Calos Oroza, como al pintor de Lalín, los presentimos hace cien años o más, cuando nacieron para iluminar nuestros días.
*Periodista