De un país

Mayo del 68

Luis Carlos de la Peña

Luis Carlos de la Peña

Si en la memorialística política el mes de abril es el de la revolución portuguesa de los claveles o el de la añeja proclamación de la Segunda República española, el de mayo es el tiempo simbólico de París en 1968. Como a toda efeméride que se precie, y en particular si de ella emana algún perfume de valores progresistas, no le falta su correspondiente legión de entusiastas revisionistas dispuestos a hacerle el trabajo sucio al reaccionarismo de siempre.

Emplearse en favor del conservadurismo más entreverado de nacionalismo, privilegio hereditario, autoridad o el sacrosanto mercado con las arduas herramientas de la razón, no deja de ser un triunfo quizá póstumo de las Luces, los valores ilustrados, su venganza y conclusión inevitables. Pero de todo ello ya hablaron los posmodernos, anticipando un mundo desorientado de nihilistas dejados a merced de los vientos de la oferta y la demanda, el oportunismo y el populismo simplificador y cachondo.

Cada año, por estas fechas, dos ejércitos de paleadores se esfuerzan uno en echar tierra y el otro en quitarla de los restos todavía incorruptos de la sociedad que, hace ahora 55 años, tuvo un sueño que en buena medida se ha venido haciendo realidad y conformado nuestra organización social y valores compartidos. Lejos de mi intención el participar del repetitivo ceremonial de unos y otros. Es innecesario. Al fin y al cabo, nuestro intelecto colectivo contemporáneo no se entiende sin el aliento de aquel influjo, un camino empedrado con los adoquines voladores y las arenas que ocultaban. Un ideario que impregna las sociedades democráticas con la naturalidad y eficacia de lo lógico.

Por encima de las disputas entre los incineradores, que quisieran hacer desaparecer hasta los aspectos más festivos e inocuos de aquella simbólica primavera, y los embalsamadores empeñados en predicar una revolución sin democracia, se alzan todavía las muy autorizadas voces de Jürgen Habermas o Edgar Morin, en 1968 jóvenes profesores en Fráncfort y Nanterre, respectivamente. Son ellos quienes desde el inicio de la guerra en Ucrania mantienen las posiciones más incómodas y lúcidas sobre las contradicciones, las medias verdades y las posibles salidas del conflicto. Su altura moral es pura esencia del espíritu crítico aflorado en los sesenta, aún latente.

Están, por fin, quienes ven tras cada algarada ciudadana una réplica del 68. Las protestas en Francia a cuenta de la reforma de las pensiones, ha tenido en Daniel Cohn-Bendit una justa coda a la altura del espíritu que el autor encarnaba: “En mayo de 1968 yo tenía 23 años. ¿Usted cree que me importaba algo la jubilación?”.

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