Valor sin destino

César Antonio Molina*

Durante los años finales del Franquismo, Carlos Oroza era un revulsivo contra aquellos que se conformaban con las meras canciones de protesta y con la llamada poesía social. Él venía de mucho más allá: del underground y el movimiento beat. Gritaba contra los que se anclaban en la ruptura política y se olvidaban de los individuos, también necesitados de una nueva y distinta sociedad. Sus poemas, clamando en el desierto, no tenían eco pero sí cierto éxito. Oroza pudo quedarse en aquel Madrid, finalmente liberado, y fosilizarse –como tantos otros– en su propio ensimismamiento. Sin embargo, desapareció, se ausentó de sí mismo y de todos, y regresó de incógnito a su tierra. “Es en la evasión donde está el sentido de mi propia seguridad”. Nadie desde entonces conocía su domicilio porque eso sería como saber el paradero del viento o el de la brisa. Oroza, desde entonces, no dejó de caminar. No iba o venía, sino que pasaba a nuestro lado sin aguardar, sin que nunca pudiésemos detenerlo, pues sus piernas marcaban el ritmo que llevan los poemas‒pensamientos. Como Kavafis en Alejandría, como Pessoa en Lisboa, como Lezama en la Habana, como Saba en Trieste, como Felisberto en Montevideo, como él mismo en Vigo, recorría la ciudad sin descansar. Pero nadie lo veía, pero nadie lo descubría. Apenas la suave velocidad con que su frágil materia se desplazaba daba un portazo, movía las hojas efímeras de los periódicos, hacía caer un libro de una estantería de viejo, o levantaba una ola cuando se acercaba al puerto y coincidía con el atraque de un carguero: “Me imagino un incendio en la India / Un fuego propagado en Europa /¿Quién moverá las llamas…? / Tus pies / Por las cuestas de luz del Calvario a la Guía tus pies / Eternamente tus pies salpicados de sol y de peces / Por una mañana sin tiempo que tendrá / Por los siglos de los siglos / Una lengua de iluminados”. La poesía es un pozo del cual se van sacando las palabras. Pero Oroza es el pozo, el pozo mismo y como él podía arrancar su propia sed. La poesía de Oroza viene de algo anterior a las palabras: de la voz y la luz que, según Lezama, son los dos retos de la reminiscencia. “La palabra me devuelve al origen y nos da el remoto placer de la rosa en vocablos”. Oroza recorría Vigo como un bosque, como una montaña, va entre dólmenes, avanza entre oscuros petroglifos, rebasando las dunas, y las islas, y a veces encuentra aquella rosa, la rosa blanca o roja que quema a quien la nombra: “Una vez me escupiste cenizas en los ojos y yo te dije sigue, sigue, sigue”. Pero Oroza caminaba sin parar, caminaba más que los días, los meses o los años. Si tuviera un cuentakilómetros seguro que ya habría circunvalado la tierra varias veces. Mientras tanto, él escribía: “¡Qué lejos está el mundo! Nunca llega”. Tenía Oroza cuentapalabras y cuentapensamientos; pero solo dos piernas y un corazón bombeando: “He podido salir, soy libre. ¿A dónde puedo ir?”. Para el autor de En el norte hay un mar que es más alto que el cielo (una cantera de palabras‒mármoles tan brillantes como los de Carrara), la poesía seguía siendo “un valor sin destino”. La escritura lo buscaba desesperadamente, como una gran amante, pero él la despechaba, la negaba, ni siquiera le daba celos. De ahí su rechazo inconmovible a publicar, a fijar lo que la memoria debe mezclar y confundir, añadir y restar, colorear y diluir. La poesía se encarna, se materializa, se hace ser humano en este bardo que vomita palabras oraculares, palabras sibilinas, enigmas, letras náufragas, malezas que lo esconden del ruido; y de esos signos laicos, “de una nube de pesadillas de pesados párpados y de penumbras”. Oroza subía hasta el cielo, sobre el punto más elevado de su ciudad. Como si fuera la boca de un volcán la circundaba, la observaba, la contemplaba, la miraba como un dios o un diablo en penitencia. Desde allí vislumbraba su propia herida, su propia úlcera, abierta, sin cerrar. Y esa lava bullente era como un derramamiento de su cráneo abierto. Solo entonces reposaba, sacudía sus sandalias y recitaba para los abismos: “Cierro los ojos y allí me doy por descontado”.

*Escritor y exministro de Cultura

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