Crónicas galantes

Pompa, circunstancia y flatulencias

Ánxel Vence

Ánxel Vence

Desfilaba hace muchos años Isabel II en su carroza junto al entonces presidente de Portugal, Ramalho Eanes, cuando uno de los corceles que tiraban del carruaje expelió una olorosa ventosidad. “Perdón”, dijo algo abrumada la reina británica a su huésped. “No se preocupe, Majestad: creí que había sido uno de los caballos”, le contestó Ramalho con inoportuna cortesía portuguesa.

La anécdota la ha contado varias veces Alfonso Ussía, escritor monárquico que contaba y cuenta con fuentes de información muy fiables en la esfera de las dinastías.

No hay noticia de que se haya producido un lance como ese durante la coronación de Carlos III, que tanto ha entretenido al público de todo el mundo durante el fin de semana. Tampoco hacía falta para mantener el interés de los telespectadores.

Algo hay de misterioso en la fascinación que las pompas de la monarquía inglesa (y no solo las flatulencias de sus caballos) ejercen sobre el resto del mundo. Ya sean bodas, jubileos o funerales como el de Lady Di y el más reciente de Isabel II, la Casa Real británica no para de batir récords de audiencia. Se la conoce informalmente como The Firm (‘La Empresa’), denominación de lo más apropiada en tanto que factura cientos de millones de libras cada año a beneficio del Reino Unido.

Podría parecer que ese rendimiento financiero es la razón de su popularidad, pero tal vez existan motivos de mayor fuste. Lejos de adaptarse a los tiempos, la dinastía Windsor ha entendido que la mejor manera de perpetuar una forma de Estado irracional como la monarquía consiste precisamente en acentuar su anacronismo.

De ahí que mantengan la tradición de lucir corona, cetro, mantos de armiño, carrozas de cuento de hadas servidas por lacayos y demás símbolos del distanciamiento de sus súbditos. Si su madre abría las sesiones del Parlamento vestida como una carta de la baraja, es de suponer que el nuevo rey Carlos hará lo propio. Isabel II ni siquiera perdonaba el obligado gesto de reverencia a sus primeros ministros: ya fuesen conservadores, ya izquierdistas.

Fascinados por el show londinense de estos días, los afectos a la monarquía lamentan que en España no se haya montado una industria semejante. Algunos se quejan de que la proclamación de Felipe VI –que ni siquiera se llamó coronación– resultase más bien aburrida debido a la carencia del necesario boato.

La comparación es absurda. A diferencia de la británica, la monarquía española fue reinstaurada por Franco y después asumida por un pacto entre franquistas y antifranquistas con el loable propósito de no recaer en otra guerra civil. Como consecuencia, se estimó oportuno dar a la institución una imagen de sencillez y hasta de campechanía para facilitar su aceptación por el pueblo.

Cuarenta y tantos años después de aquel acuerdo que blindó las actividades del rey a los ojos de sus súbditos, los resultados son los que son. La monarquía de paisano y de proximidad, que se pretendía moderna, funcionó tan campechanamente mientras se mantenía el velo sobre sus miembros. Al alzarse el telón vinieron los líos.

Mucho más sagaces, los Windsor supieron ver que la monarquía exige distanciamiento y buenas dosis de pompa y circunstancia. O es monarquía o es moderna. Y así han sobrevivido hasta al populismo de Lady Di.

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