el correo americano

Esperanza

Xabier Fole

Xabier Fole

David Foster Wallace fue la mente más brillante de su generación y el escritor que más se tomó en serio la televisión, indagando en sus componentes adictivos y los efectos que comenzó a causar, durante sus años de esplendor, en la ficción literaria. Sus novelas, especialmente La broma infinita, son cerebrales, gruesas hasta convertirse en un objeto peligroso, casi inabarcables, y están plagadas de numerosas notas finales que constituyen una suerte de relato paralelo, una voz que completa el diálogo, como si el autor no pudiera contenerse de precisar en todo momento las afirmaciones de su narrador, cuya conciencia necesita ser vigilada.

En sus libros de no ficción, como Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer y Hablemos de langostas, se mezcla el academicismo más sofisticado con la claridad expositiva del divulgador, la pulsión literaria del novelista con la imaginación etnográfica del nuevo periodismo (la crónica sobre la campaña de John McCain en las elecciones primarias republicanas del año 2000 es una pieza única en el periodismo político); son ensayos que desafían las convenciones del género sin dejar de respetarlas, casi de una manera reverencial, pareciendo una suerte de contraensayos; además de analizarse un asunto, se plantea un análisis del propio análisis: una conversación infinita. David Foster Wallace poseía una inteligencia fuera de lo común. También padecía una enfermedad mental que finalmente lo condujo al suicidio.

Cuando leí la noticia de su muerte todavía no era consciente de los buenos ratos que me haría pasar, de los días y las noches que me quedaría asombrado por esa brillantez descomunal que parecía engañosamente contagiosa, por ese estilo que invita a la imitación, por ese pensamiento lúcido con el que señalaba las ansiedades colectivas, por esa obsesión con el lenguaje. Foster Wallace no es un escritor que genere indiferencia; como Tomas Pynchon (cuya evidente influencia llegó a incomodarle), para entrar en su universo literario, uno ha de celebrar sus peculiaridades y entenderle las bromas. Como sucede también con David Lynch (sobre quien escribió un ensayo insólito en el que reflexiona sobre la delgada línea que separa lo brillante de lo ridículo), uno ha de comprarlo entero, sin prejuicios, estableciéndose una suerte de lealtad que, en ocasiones, se puede confundir con fanatismo.

Releyendo estos días Todas las historias de amor son historias de fantasmas, la extraordinaria biografía de David Foster Wallace que publicó D.T. Max hace unos años, he recordado el sufrimiento con el que tuvo que lidiar, ya desde su etapa universitaria. Lo insoportable que, en algunos momentos, se le hacía la vida. Para él, para su familia y para los amigos que lo querían. Las veces que tuvo que esquivar los golpes de una enfermedad que lo asfixiaba. La soledad en su enfermedad. La incomprensión. El estigma. O cómo su lucidez le hacía ser demasiado consciente. David Foster Wallace sabía que la fama que había adquirido no formaba parte de “la realidad”, que la realidad era otra cosa. La desgracia, como escribió Bryan Garner, es que no pudiera encontrar la esperanza, esa esperanza que, sin embargo, sí nos dio a nosotros.