Crónicas galantes

Pedir cita para pedir cita

Ánxel Vence

Ánxel Vence

Se quejan, un poco de vicio, los ciudadanos a quienes la Administración recibe atrincherada tras el muro de la cita previa. Alegan los reclamantes que los teléfonos de atención al público no atienden gran cosa; y que las páginas web del Estado funcionan al ritmo propio del Estado, es decir: premiosamente. Tarde, mal y a veces nunca.

Esta es una de las inesperadas secuelas que dejó la pandemia del COVID-19.

Motivos muy razonables de orden sanitario forzaron durante aquella plaga la sustitución de la atención presencial por la telefónica e informática, además de la generalización de la cita previa a todas las instituciones. La gente aceptó con resignación la medida, en tanto que parecía lógica y prudente para evitar el contagio del virus.

La epidemia ha terminado ya, dentro de lo que cabe; pero la cita previa en las administraciones parece más difícil de erradicar aún que el virus que la provocó.

Quizá haya que buscar la explicación a este raro fenómeno en las teorías del francés Jean-Baptiste Lamarck, quien advirtió hace ya un par de siglos que la función crea el órgano. Otro tanto ocurriría, a mayor escala, con la Función Pública.

“Probable parece que el Gobierno acabe creando una Dirección General de Citas Previas”

La cita previa, que era una cuestión meramente funcional, ha acabado por constituirse en un órgano administrativo más. Luchan a favor de su amputación toda suerte de asociaciones de consumidores y Defensores del Pueblo, aunque sin el menor éxito, lamentablemente.

Tan tupida es la malla interpuesta entre Administración y ciudadanos que, inevitablemente, ha acabado por nacer un mercado negro en el que las citas se cotizan al alza. Florecen los intermediarios que contrabandean citas previas en el ordenador para vendérselas después a quienes han caído ya en la desesperación y están dispuestos a pagar por aquello a lo que tienen derecho.

Comprar una cita para tramitar una pensión antes de que pasen meses costaría unos cincuenta euros, según calculan los que han investigado el asunto. Una cifra que se multiplicaría por diez, hasta alcanzar el medio millar de euros, en el caso de los extranjeros que acuden a la reventa de citas para presentar una petición de asilo. Habrá muchas más tarifas, naturalmente.

El Estado, que se mueve con ligereza de paquidermo, asegura que va a tomar medidas: y acaso sea esto lo más inquietante. Su intención es combatir a los robots informáticos que piden citas como churros, desdeñando tal vez la existencia de otros muchos métodos para conseguirlas.

Nada se habla de ofrecer un mayor número de entradas a quienes necesiten una cita con la Administración, medida que tal vez equilibrase un poco el fuerte desnivel entre la oferta y la demanda. Tampoco hay, hasta donde se sabe, propósito alguno de suprimir la cita previa, idea que solo algunos reinos autónomos están tanteando.

Más probable parece que el Gobierno acabe creando una Dirección General de Citas Previas para agilizar la concesión de citas previas. No quisiera uno ser cenizo, pero el invento puede mejorarse aún con la exigencia de una cita para pedir cita. Los caminos de la Administración son inescrutables.

Suscríbete para seguir leyendo