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Julio Picatoste

Gallego, catalán, jueces y abogados

El juicio se celebra en un municipio de la provincia de Gerona. La abogada se expresa en catalán; estaba en su derecho (art.231.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial). La juez le hace saber que, aun cuando entiende bien el catalán escrito, tiene todavía dificultades para comprender el catalán hablado. Lógicamente, a la juez le preocupa percibir con claridad las alegaciones de la letrada sobre las que ha de pronunciarse en su sentencia. La abogada se niega a expresarse en castellano (lengua que reconoce dominar), quiere hacerlo en catalán. A la vista de esta negativa, de la que la abogada no claudica, la juez acuerda la intervención de un intérprete, que es también derecho que le asiste (art. 143 de la Ley de Enjuiciamiento Civil), decisión que incomoda a la abogada porque de ese modo se ralentiza el desarrollo del juicio. En tanto se espera la llegada del traductor, la juez –según la resolución sancionadora– hace algún comentario sobre el bilingüismo, la falta de cortesía de la letrada y la “universalidad” del catalán (hecho que la juez desmiente alegando que se refería al castellano). Denunciada por ese motivo, la juez es sancionada por la Sala de Gobierno del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña, sanción que posteriormente es revocada por el Consejo General del Poder Judicial, pero no por razones de fondo sino procesales, por lo que no llega a pronunciarse sobre el fondo.

Sabemos lo que dicen las leyes y los derechos relativos al uso de la lengua. La cuestión es la ocasión y manera en que esos derechos se ejercen. En este tipo de conflictos, además de la buena fe y del sentido común, creo que debe atenderse al tiempo de residencia del juez en el territorio que tiene lengua propia. Si acaba de llegar y aún no ha tenido tiempo de hacerse con la lengua vernácula parece que se impone un razonable y cívico deber de tolerancia. Ante la advertencia de la juez, y según norma de buen convivir, correspondería a la urbanidad del “anfitrión” hacer uso de la lengua común en la que ambos pueden entenderse, el castellano. La actitud contraria, por mucho que se base en el ejercicio de un derecho, es signo de inhóspita testarudez y áspera intolerancia. La lengua nació como medio de comunicación y entendimiento, y no para convertir su uso en instrumento de incomunicación, confinamiento y desunión. Por eso apena conocer episodios de irrazonable testarudez lingüística.

Pero si el juez lleva ya años de residencia en el lugar, no es de recibo el rechazo de la lengua vernácula, sin intento alguno por hacerse con ella, al menos en un nivel que le permita una comunicación suficiente. En ese caso, mantenerse atrincherado en el uso exclusivo del castellano es de irrespetuosa e inexplicable terquedad.

"La lengua nació como medio de comunicación y entendimiento, y no para convertir su uso en instrumento de incomunicación, confinamiento y desunión"

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Trasladémonos a Galicia y veamos lo que pasa en algún Registro civil, por ejemplo, a la hora de la celebración de bodas. Hay alguna juez que, pese a llevar viviendo entre nosotros más de una década, se niega a celebrar la boda en lengua gallega, tal como solicitan los contrayentes. Obviamente, estos están en su derecho y lo ejercen, no solo en virtud de las leyes antes citadas, sino porque también se lo reconocen los artículos 6 y 7 de la Ley 3/1983 de normalización lingüística. La juez invoca el suyo a utilizar el castellano, pretextando no conocer o no entender el gallego. Pero, en este caso, dada su prolongada residencia en Galicia es un ejercicio del derecho irrazonable y abusivo. Siendo el gallego lengua cooficial, no se hace entendible tan arisca impermeabilidad y desafección al habla del lugar donde se viene ejerciendo durante años, máxime si de lo que se trata es de leer a los contrayentes tres sencillos y breves artículos del Código Civil (los Juzgados disponen de códigos bilingües suministrados por la Xunta) y decir otras tantas frases de igual simplicidad que, en último caso, pueden estar redactadas por escrito para que la juez se limite a su lectura. Y lo único que los contrayentes tienen que decir –simplemente “sí”–, como es obvio, no precisa traducción. Todo muy fácil si se quiere –cuando además se puede y se debe– servir al ciudadano. Pero todo se complica si el propósito es enrocarse en lo irrazonable. Algunos contrayentes terminan por desistir de su deseo de celebrar la ceremonia en la lengua materna; otros aceptan resignados la intervención de un intérprete cuya presencia ya debía ser innecesaria. Lamentable.

Usamos en derecho un viejo aforismo latino que dice Summa ius, suma iniuria, que quiere decir que el derecho o la ley llevados al extremo pueden muchas veces traducirse en injusticia. Y, a veces, en esperpento, añadiría yo.

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