Recuerdos de un pequeño vate

Julio Picatoste

Julio Picatoste

En memoria de María Jesús Noguerol,

que compartía clase conmigo

Yo tenía trece años y cursaba cuarto de Bachiller. Recuerdo aquella aula interior, siempre con luz artificial, sin ventilación, de pupitres y bancos corridos, donde chicos y chicas nos sentábamos con medida y casta separación; en los primeros bancos ellas; en los siguientes, nosotros. Terminada la clase, salíamos en orden y guardando de nuevo las distancias; primero las chicas; el profesor dejaba pasar unos segundos hasta que ellas desaparecían en el pasillo; entonces, alejada toda posibilidad de miradas atrevidas o proximidades turbadoras, y ya impedida toda ocasión de acercamiento, recibíamos permiso para dejar nuestros bancos y abandonar el aula. Era una medida carente de sentido, dado que en la calle no estábamos obligados a circular los hombres por una acera y las mujeres, por la otra, ni al cruzarnos teníamos que poner distancia de seguridad como los automóviles.

Aquel cuarto curso de Bachiller era el primero en el que se estudiaba Literatura. Correa Calderón y Lázaro Carreter eran los autores de aquel inolvidable, por magnífico, manual. También eran autores de otro libro –excelente pieza didáctica– dedicado a adiestrar al alumno en el comentario de textos literarios y que yo leía con verdadera fruición.

De cuando en cuando, el profesor nos invitaba a hacer una redacción. Una vez lo hizo con motivo del Día de la Madre. A mí se me ocurrió escribirla en verso, un romance, con sus octosílabos y su rima asonante. Imposible recordar su contenido. Sí recuerdo, sin embargo, cuando, papel en mano y de pie frente a ella, se la leí a mi madre.

Llegados a clase, los pocos que habíamos cumplido la tarea dimos lectura a nuestras respectivas redacciones con la idea de someterlas a una votación de la clase para distinguir a aquella que los compañeros estimasen era la mejor. Yo era el único que había utilizado el verso; nadie había sido tan osado, tan pretencioso como yo, los demás habían echado mano de la prosa. Después de ejercer como vate primerizo dando lectura a mi romance, un compañero, José María Casariego, algo mayor que yo, leyó su texto, en prosa, claro. Era una redacción muy buena, inteligente, sensible, bien escrita; en mi opinión, mejor y más sustanciosa que la mía.

"No sé lo que él pensaría, pero a mí aquella victoria no me contentó porque era consciente de que era inmerecida"

Llegada la hora de la votación a mano alzada, mis compañeros se inclinaron, por una ligera mayoría, a favor de mi poema y resulté vencedor. Desde un lateral del aula busqué con la mirada a Casariego; este se mantenía inmóvil, con los ojos clavados en el profesor, sin inmutarse; ni un parpadeo, sin rictus alguno que asomase a su rostro, como una imagen congelada. No sé lo que él pensaría, pero a mí aquella victoria no me contentó porque era consciente de que era inmerecida, y eso me hacía que tuviese un vago sentimiento de usurpación del mérito ajeno, aunque sin culpa, pues había sido decisión de la clase. Pero dijese esta lo que dijese, el voto de mis compañeros no me satisfacía. No me importaba aquel aplauso; yo era consciente de una realidad objetiva que pesaba en mí más que el resultado de la votación: Casariego había estado mejor que yo. Supongo que la clase valoró de modo especial la dificultad o esfuerzo de enhebrar unos versos, sometidos a las reglas de la métrica y la rima; pero decía más la prosa del compañero que mi romance. No me sentía especialmente orgulloso. Al margen de aquella victoria democrática, yo sabía que había alguien que, aquel día y en aquella tarea, había atinado más que yo.

Sin ser consciente de ello, aprendí entonces que el público –que, al fin y al cabo, es masa– se deja llevar a veces por la apariencia, la floritura, y no por la sustancia, la enjundia. En ocasiones, no es capaz de ir más allá de esa cobertura que distrae del substrato. El público se mueve por la emoción, más que por la razón. La primera inflama, la segunda enfría. Supongo que esta será una técnica frecuentemente usada por los oradores políticos que saben agitar las emociones cuya exaltación puede llegar a esconder la verdad y enturbia el buen discurrir de las neuronas.

Pero una cosa, lector, no confundamos, yo actuaba de buena fe.

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