Opinión

Punto de vista

Me encuentro ante la poderosa y compacta escultura de un orador romano; es muy probable que represente la figura de un senador. Tiene su brazo derecho extendido hacia adelante, mostrando la palma de la mano, como entregando la palabra a un auditorio imaginario; con el izquierdo sostiene el sobrante de la toga. Esta desciende desde el hombro izquierdo formando pliegues curvos que caen con ordenada elegancia hasta sus pies. El anónimo escultor ha acertado a darles ligereza y gracia. Solo las manos de un artista son capaces de arrancar de aquella solidez maciza de la materia el aire grácil y distinguido de los repliegues del tejido. Han pasado siglos desde que el escultor le dio forma y diríase que el tiempo en nada ha erosionado esa belleza sobria y noble que impresiona e infunde respeto.

Colocado ante el orador, puedo decir que estoy viendo la figura escultórica; el lector me creerá y así lo entenderá, pero en rigor no estaré diciendo verdad, o al menos toda la verdad, porque lo cierto es que, desde mi posición, solo veo la parte frontal de la estatua. Hay otros planos de ella que no alcanzo con la mirada; no veo sus laterales, ni el dorso; solo puedo dar fe de lo que veo, que es la parte delantera de la escultura; el rostro del orador, sus brazos, el torso... Mi mirada no es –no puede ser– envolvente, de modo que sea capaz de verla a toda ella en su conjunto y simultáneamente en todas sus caras. Por lo tanto, solo puedo hablar de lo que veo, que es tan solo una porción, un solo plano. Si hubiese otro observador situado, por ejemplo, a la espalda del orador, le ocurriría lo mismo; no podría ver la totalidad de la figura, solo sus anchas espaldas y su nuca, los pliegues traseros de la toga…; lo mismo sucedería si un tercer observador se situase en un lateral de manera que viese la figura de perfil; podría observar la dimensión sobresaliente de su nariz, la exacta prominencia de su mentón, la redondez de su masa craneal, aspectos que yo no habría podido advertir desde mi punto de visión. Dicho de otra manera, ninguno de nosotros tiene una percepción de toda la realidad, no somos capaces de abarcarla en su plenitud. Los tres carecemos de una pupila con capacidad totalizadora, omnicomprensiva.

Si los tres observadores nos comunicásemos nuestras respectivas apreciaciones, aun hablando de la misma figura, nos estaríamos trasladando realidades diversas porque cada uno lo estaría haciendo desde un ángulo de visión diferente, es decir, que acerca de lo mismo tendríamos puntos de vista diversos, incluso distantes unos de otros. Y hasta podríamos discutir acaloradamente acerca de cómo es verdaderamente aquella figura, aferrado cada cual a su propia y limitada percepción, que no es sino tan solo una fracción de la realidad.

Para entender y conocer verdaderamente aquella realidad, que en este caso es la escultura del orador romano, tendríamos que tomar en consideración lo que los otros observadores dicen, o bien movernos desde nuestra ubicación hasta colocarnos en el lugar del otro para percatarnos de su representación y contemplar la imagen desde su punto de vista y, así, yuxtaponer o sobreponer las diversas perspectivas. Podré luego decidir cuál es el plano de mayor belleza, cuál el más descriptivo, o el que proporciona mayor información sobre la misma figura e incluso describir ya la cosa misma en su entera realidad, en su acabada verdad. Todo eso, después de habernos puesto en el lugar del otro, en su punto de vista. La suma de otros planos nos dará, frente a una limitada visión monocular, otra estereoscópica y tridimensional más fecunda. No caigamos en la tentación de creer que nuestra mirada es suficiente y nuestra pupila, la más sutil.

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