Felicidad

Gonzalo J. Ordóñez Puime

Gonzalo J. Ordóñez Puime

Cuanto más veo alejarse los años de mi juventud, a la que, he de reconocer, tan solo me devuelven unos retratos en sepia que aguardan desolados la próxima mudanza para desaparecer, mayor es la desazón, la frustración y hasta en ocasiones una resuelta ira hacia la actividad política, tal como se nos ofrece en cada telediario.

Fui siempre de considerar que, como nos solía decir Aristóteles, y mucho llovió desde entonces, la política está llamada a ser esa actividad que nos permita a todos los ciudadanos, a todos sin excepción, ordenar nuestras vidas en plenitud. Por lo tanto, el buen gobernante sería aquel que, habiendo generado las condiciones necesarias para ello, llevase a sus ciudadanos a la felicidad. No como disfrute o goce del momento que, a decir verdad, más de una vez se nos ofrece como el único reducto, sino para que en el arqueo final de nuestra vida sintamos la satisfacción del deber cumplido, y que este a su vez se perciba siquiera mínimamente correspondido. ¡Cabría dicha mayor!

Pero la realidad es terca y hasta mezquina, en ocasiones. Y los dislates, cuando no tan simples astracanadas, campan a sus anchas en una sociedad cada vez más intervenida, mediatizada, y lo que es peor, encogida y acomplejada. Incapaz de poner pie en pared y reivindicar los principios que conformaron una sociedad con muchos menos recursos, pero con muchos más valores. Porque, cuando estamos más sanos que nunca, con permiso del maldito COVID y alguno de sus allegados, más nos quejamos de nuestra gloriosa sanidad y de sus benditos sanitarios. Y sé de qué hablo. Cuando más posibilidades nos ofrece esta sociedad, más denostamos y maldecimos nuestra suerte. Cuando disfrutamos de unas oportunidades como jamás vieron nuestros antepasados, somos incapaces de reconocer el enorme esfuerzo que pusieron en traernos hasta aquí y ofrecer, nosotros, el debido impulso que exige un ordenado relevo.

Somos los españoles un pueblo modelado por una historia rica y compleja, pero, precisamente por ello, ruda, difícil, abrupta, escabrosa y sin duda impaciente. Circunstancias todas ellas que, si diligentemente encauzadas pueden avivar el paso a un desarrollo armónico, excitadas y soliviantadas por quienes no tienen otro armazón mental que una dialéctica arcaica y sectaria, a la que pretenden acomodar a los ciudadanos como un zapato a la horma, solo pueden generar caos y enfrentamientos. Y en esto la historia enseña que nunca fuimos a la zaga. Menos mal que la prudencia aun habita entre nosotros, aunque haya sido traída a lomos de infinidad de pendencias y fracasos históricos.

"Somos los españoles un pueblo modelado por una historia rica y compleja, pero, precisamente por ello, ruda, difícil, abrupta, escabrosa y sin duda impaciente"

En cualquier caso, la actividad política no es ajena en absoluto al sentir y actuar de cada sociedad. Solemos decir que, para bien o para mal, somos y tenemos lo que merecemos. Y esto, en un sistema democrático, implica que mediante el voto asumimos y nos hacemos corresponsables de nuestro propio destino. Quejarse, es un habitual recurso al uso. Vivimos en una sociedad permanentemente insatisfecha. Nada nos llena, nada nos colma, nada nos hace feliz. Como si la satisfacción y la felicidad se comprasen en una farmacia, aunque puntualmente y en ocasiones así parezca. Que se lo digan a quienes allí alivian su dolor.

Muchas son por tanto las preguntas que nos hacemos acerca de la felicidad, entendida esta como estado al que conscientemente aspiramos para esa realización personal. Las respuestas con mayor peso generalmente orillan el dinero, el placer, el poder, el culto al cuerpo y otras varias; con ser todo ello de cierta, aunque limitada, relevancia. Al final, los más sesudos estudiosos llegan a la conclusión de que son precisamente las relaciones humanas y la capacidad de dar sentido a lo que hacemos y como vivimos día a día el mejor camino hacia la felicidad. Sabernos amparados y guarecidos en un entorno de confianza, como el niño lo está con sus padres. Y esto implica también seguridad.

Cuando se intenta descubrir dónde están las gentes más felices, se alza el dedo como un resorte hacia países como Finlandia, Noruega, Islandia o Dinamarca. De ellos se ensalza un Estado del bienestar sólido, una educación solvente y responsable, y un medio ambiente aseado, protegido y desarrollado. Eso sí, junto con un bajo nivel de corrupción. Aspectos todos ellos que conforman y definen lo que hemos de entender por seguridad, paso previo y necesario hacia la felicidad colectiva. No olvidemos que ya el artículo 1 de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1793 proclamaba que el fin de toda sociedad ha de ser la felicidad común de sus ciudadanos.

En todo caso, y visto lo visto, vivimos una realidad en la que si algo pedimos a quienes nos dirigen es, por el contrario, que no nos mejoren más, que no toquen nada, que lo dejen tal como está, que como rogaba aquel don Diego en el cuento de Arguijo, Virgencita, que me quede como estoy.

En todo caso, y para quienes todavía no han cedido al desaliento en tan proceloso mundo y momento y todavía aspiran a la plena felicidad, recomendarles la receta del leído psiquiatra Gutiérrez Rojas: la verdadera felicidad está siempre en el amor.

Al menos hasta que a algún ministro, ministra o ministre se le dé por reajustar también nuestros sentimientos.

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