El espíritu de las leyes

La Rusia “eterna” de Vladímir Putin

Europa y la guerra de Ucrania

Ramón Punset

Ramón Punset

Vaya por delante mi convicción de que ningún pueblo está condenado a ser eternamente el mismo que históricamente ha sido. Es más, la identidad histórica debe considerarse como una construcción ideológica, bien destinada a dar soporte a un proyecto nacionalista o imperialista (el de Putin sobre Ucrania, mismamente), bien dirigida a desacreditar sin contemplaciones a una tierra que nos resulta hostil o despreciable. Por tanto, eso de acudir cada dos por tres a los supuestos “caracteres nacionales” para crear fáciles y manejables estereotipos constituye un arma política que pertenece a la muy amplia panoplia de la demagogia.

Dicho lo cual, no resulta menos evidente que existen pueblos que jamás han conocido otro régimen político que el despotismo burocrático, corruptor y corrompido. Rusia es uno de ellos. Alexandr Herzen (1812-1870), activista socialdemócrata, periodista, escritor y pensador político de primera importancia, al decir de Isaiah Berlin (que le dedicó un precioso estudio dentro de su libro “Pensadores rusos”, FCE, 2014), parece anticipar la descripción de la esencia del putinismo en sus memorias (“El pasado y las ideas”, El Aleph Editores, 2013). Así, escribe: “En Rusia la depravación carece de profundidad y es más bien salvaje y sucia, chillona y grosera, deshilvanada y desvergonzada, pero no profunda”. Bueno, ¿qué hubiera dicho de la depravación estructural (por totalitaria) del sistema soviético? Y más adelante, refiriéndose Herzen a su superior jerárquico en la Administración, observa: “Tiufayev [el gobernador de la ciudad de Vyatka] amaba celosamente el poder del que gozaba. Le había costado mucho conseguirlo y por eso no se contentaba con la obediencia, sino que buscaba también en los demás la apariencia de una sumisión absoluta. Por desgracia, con ello no hacía más que reproducir uno de nuestros vicios nacionales”. En otra ocasión alude a “esa enfermedad rusa tan generalizada que es la aceptación de sobornos, un mal que crece imparable a la sombra del árbol de la censura”. Peor aún: “tanto el terrateniente como el jefe de departamento [político-administrativo] y el soberano estarían dispuestos a perdonar el robo y la aceptación de sobornos, el asesinato y el saqueo, antes que a tolerar cualquier manifestación abierta de la dignidad humana o la insolencia de toda voz independiente”. En fin, sentencia Herzen, lo único que hace soportable la vida en Rusia es el caos. La esperanza está en Europa: “Los rusos necesitamos Europa en tanto ideal, reproche y ejemplo virtuoso”.

“Ucrania se verá obligada a alcanzar un acuerdo con el Kremlin. No existe otra manera de parar esta guerra”

Todo lo dicho, en estos términos tan contundentes, a mediados del siglo XIX se halla mil veces multiplicado en la Rusia de Putin, “eterna” en su desgracia milenaria. Y el caso es que los europeos no podemos desentendernos de ella, dejándola por una rareza de la zoología política. Incluso hemos intentado cooperar con el odioso soberano de esa cárcel de las libertades individuales y colectivas. Hasta hace poco apartamos la vista de sus atrocidades: asesinatos políticos dentro y fuera de Rusia, represión masiva de minorías nacionales, ayuda a los dictadores aliados (en Siria, Bielorrusia, Kazajistán…), anexión de Crimea, incendio del Dombás… Hasta que, con la invasión de Ucrania hace un año, fue imposible no mirar, sobre todo ante la denodada resistencia de los ucranianos y sus demandas de auxilio.

Nuestro socorro (el de Europa y Estados Unidos) ha consistido, principalmente, en armas y recursos financieros, pero también mediante la reorganización de una OTAN revitalizada y en redoblada alerta. Ello ha ido creciendo cuantitativa y cualitativamente de forma progresiva y en algunos casos (como el de Alemania) reservona y cicatera, a remolque de los acontecimientos, extremando la cautela para no llegar a una confrontación directa con Rusia. En este momento, sin embargo, la situación militar ucraniana es grave, como reconoce el presidente Zelenski, y se teme un recrudecimiento en primavera de la ofensiva rusa. ¿Hasta dónde llegar por nuestra parte? ¿Cabe imaginar una estrepitosa derrota rusa? Digamos que no. Al final, opina Orlando Figes en su muy reciente obra “La historia de Rusia” (Taurus, 2022), “Ucrania se verá obligada a alcanzar un acuerdo con el Kremlin. No existe otra manera de parar esta guerra”. La cuestión es hacerlo en las mejores condiciones posibles y con garantías internacionales para su seguridad. “Esto significa que Occidente debe continuar armando a los ucranianos hasta que consigan obtener la ventaja, si no la victoria total”.

Así es, en efecto. Aunque me atrevo a predecir que, incluso si Rusia consolida sus posiciones territoriales actuales, el porvenir de miseria y aislamiento internacional que le espera no tendrá nada que ver con el de una Ucrania mutilada, pero cada vez más integrada económica y culturalmente en Europa, que es donde quiere estar.

*Catedrático emérito de Derecho Constitucional

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