Crónica Política

El interminable desempleo

Javier Sánchez de Dios

Javier Sánchez de Dios

La verdad es que da igual que una ministra, ministro o un portavoz del Gobierno asegure cada mes que las cifras del paro en España sean “buenas” y hasta “excelentes”. No hay quien se lo crea, a pesar de que por más que la pérdida de setenta mil puestos de trabajo y/o veinte mil autónomos –aparte de de 215.000 bajas de cotizantes a la Seguridad Social– se declaren como “las mejores cifras en los últimos años”, como osó decir una integrante del equipo del señor Sánchez. Y no se cree, entre otras razones porque, a pesar de las evidencias en contrario, todos los gobiernos que han sido desde que se hace pública la estadística, dicen –casi– lo mismo y el país, y la gran mayoría de las comunidades, padecen un interminable desempleo.

Algunos expertos califican el problema como “estructural”, y probablemente, aparte matices, tengan razón. Sobre todo si se reflexiona sobre el hecho de que una buena parte de esa estructura económica se ha puesto, aquí, a disposición del sector servicios, lo que supone que una considerable proporción de lo que se comunica cada mes llega a su fin, o cuando una pandemia confina a la población en sus domicilios o a un volcán le da por entrar en erupción casi sin avisar, la estadística padece las consecuencias. Todo eso se ha dado aquí durante estos últimos años, por ejemplo, pero sólo como “circunstancias puntuales”. Y son bastante más que eso, a poco que se medite.

El meollo de la cuestión es que efectivamente el problema aparenta interminable: no se baja a una cifra menor a los dos millones de desempleados, lo que sitúa a España en la cabecera de ese doloroso ranking un año tras otro. Y –conviene insistir– sin que los gobernantes renuncien a su antigua manía de disimular el problema haciendo comparaciones con el pasado, olvidando que ésas también son odiosas. Claro que, como estableció Murphy en su repetida ley, todo lo susceptible de empeorar, empeora. Y por eso estos tiempos son especialmente dolorosos en lo laboral: primero, porque la gobernanza actual copió de Alemania el sistema de los ERTE, con la diferencia de que, los alemanes son más serios y no los empleaban para maquillar las estadísticas.

La segunda, observación, quizá más grave, es para insistir en el cinismo –muy mal disimulado: tan mal que podría decirse que a sus protagonistas apenas les importa que se note– con el que se puede maquillar un determinado desempleo de tal modo que no aparezca en las listas oficiales, como los llamados fijos discontinuos, ni los que se encuentren en situación de ERTE, etcétera. Y en lo que respecta a Galicia, la explicación de la Xunta acerca de que hay más población activa de la que había, aún siendo cierta, no rebaja la inquietud de los que consideran que el número constante de bastantes más de cien mil parados “habituales” no consiga reducirse del todo, aunque fluctúe.

Quizá –expuesto desde la ironía– tenga algo que ver la apuesta, al menos aparente, por la economía pasiva en lugar de la activa, que es la que crea riqueza y empleo. Es cierto que hay mucha gente necesitada de ayudas, pero la política no puede ser subvencionar a todos los que lo pidan: sería más productivo, seguramente, y desde luego mejor para quienes no tienen empleo, promocionarlo a través de la inversión pública en actividades útiles para lo común. Suena peor, pero debe tener bastante de positivo cuando en las grandes crisis algunas de las salidas adoptadas fueron precisamente a través de que los Estados dedicasen recursos a obras públicas, valga como ejemplo el New Deal del presidente norteamericano Rooselvet, que las incluía. Cierto que las cosas no son ya como eran, ni los países, pero en todo caso algo habrá que hacer. Porque buena parte de lo que se califica de subvenciones o algo parecido no llega a sus teóricos destinatarios y, además, nadie tiene una hucha sin fondo.

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