AL AZAR

Xavier Rubert de Ventós, la ironía del cortesano

Matías Vallés

Matías Vallés

Un famoso científico español, progenitor de una camada de catedráticos, trabajaba en Estados Unidos con un premio Nobel de su disciplina. A nuestro compatriota lo encerraban literalmente en el laboratorio, porque era la única manera de que se concentrase en sus prodigiosas capacidades sin sucumbir a la dispersión vaporosa. Conocía esta anécdota verídica cuando escuché a un pope de la filosofía estadounidense insistiendo en que Xavier Rubert de Ventós hubiera sido un gigante mundial de su asignatura con un sistema propio, de no haberse embarrado en las cuestiones cotidianas. Debe ser genético.

Ya Ortega demuestra que no cabe un filósofo español sistemático, y Rubert de Ventós militó en esa nacionalidad problemática antes de convertirse y convertir al catalanismo, con la publicación a finales del siglo pasado del fenomenal manifiesto ‘Catalunya: De la identitat a la independència’. Pese a la capitalidad de una obra que Pasqual Maragall enarboló como portaestandarte de su doctrina, el filósofo seguía comportándose en el libro como un niño rebelde, que dinamitaba a la vez el folklorismo de peineta español y el provincianismo con barretina de su nueva patria. Fue el autor intelectual de los independentistas que se declaraban enemigos del nacionalismo, apadrinó a un Enrique Vila-Matas dispuesto a abonar sus tesis secesionistas siempre que le dejaran hablar en castellano. El pensador operaba desde el burladero de su irónica lucidez, dos virtudes periodísticas esenciales dentro del cuarteto enunciado por Albert Camus.

“La autonomía hay que ganársela, y el filósofo fallecido pensaba por cuenta propia. Se inscribía en el género de los llamados ‘filósofos de compañía’”

La autonomía hay que ganársela, y Rubert de Ventós pensaba por cuenta propia. Se inscribía en el género de los “filósofos de compañía”, por emplear la expresión de Fernando Savater en su dialogado ‘El arte de vivir’, cuando empezábamos a dejar de leerlo. El recuerdo de una conversación a tres bandas después de un acto compartido con Edgar Morin y Rubert de Ventós me demostró que una hora entre genios equivale a años de formación. El catalán llegaba y empezaba a filosofar, el francés le aventajaba en la pasión chismosa.

De una larga entrevista con Rubert de Ventós, autor en ‘El cortesano’ y su fantasma de la mejor crónica política de la transición urdida con sus experiencias en el balneario de Bruselas, solo recuerdo una frase en la que siempre me he escudado contra la barbarie de las ideas recibidas, “Dejé de fumar y no podía pensar, así que tuve que retomarlo”. En la luminosidad mediterránea del filósofo de cabecera fallecido anida la convicción de que la vulgar decencia o ‘common decency’ de Orwell aventaja a la santidad, y de que la bondad prosaica marcha en cabeza de la grandeza heroica. Siempre mejor dicho en sus labios, claro.

Suscríbete para seguir leyendo