De un país

Rubert y la identidad

Luis Carlos de la Peña

Luis Carlos de la Peña

Con la desaparición del filósofo catalán Rubert de Ventós perdemos una de las últimas referencias del pensamiento moderno. Nunca el nacionalismo, catalán y español, habían sufrido tamaña deslegitimación como a través del pensamiento pionero del Rubert de las tres últimas décadas. Antes, en los años setenta del pasado siglo, su discurso cuestionaba la modernidad, hija de la Ilustración, en la tradición crítica de Adorno y Horkheimer y utilizaba, con desenvoltura sesentayochista, la sensibilidad y la estética para añadir fundamentos a la informalista posmodernidad. Construido el debate alrededor de editoriales como Anagrama y Edicions 62 (Península) y revistas hoy imposibles tipo “El viejo topo”, Rubert de Ventós inició el viaje hacia el corazón de las tinieblas –nada menos que el nacionalismo español y su mímesis, el nacionalismo catalán– no sin antes dedicar los festivos 80 a frecuentar las Cortes españolas y el Parlamento Europeo, siempre bajo el paraguas del PSC y el PSOE.

Rubert de Ventós, como san Pablo camino de Damasco, cae del caballo y encuentra, sobre los fustes torcidos del Estado español y la aspiración estatista catalana, la solución cosmopolita, la salida europea y el encuentro de las naciones sin Estado. Renovada identidad –catalana y castellana–, asunción de la heterogeneidad, inmersión en un amplio marco confederal: Europa como regazo. En esa estela atractiva, indiscutiblemente moderna y transgresora de lo establecido, bracearon Pasqual Maragall y su proyecto pospujolista para Cataluña y España.

El felipismo feneció y al viejo olmo seco castellano le salieron algunas hojas verdes con la llegada de Aznar y la nueva/vieja derecha ahora desacomplejada de culpas franquistas. El propio Feijóo de estos pasados días, trasunto de inquisidor de infieles, representa el fracaso del sueño ilustrado de Rubert, o su aplazamiento: la España reconfigurada y reconciliada alrededor de las identidades diversas y heterogéneas. El Estado unitario y la cruz gozan de una achacosa buena salud, con extensiones nerviosas a flor de piel.

Escribe Stefan Zweig, en ese bellísimo libro que es El mundo de ayer, que “la peor de las pestes es el nacionalismo, que envenena la flor de nuestra cultura europea”. Quién sabe lo que al respecto podría pensar Feijóo, camino de su sonrojante batalla de Lepanto contando cadáveres en nombre de la religión. Rubert de Ventós, en De la identidad a la independencia, recordaba a nuestro Manuel Rivas cuando este decía que “estoy orgulloso de ser gallego, porque puede serlo cualquiera”, antes de añadir: “La única in-dependencia plausible de un país dentro de este mundo impreciso y vago es su inter-dependencia”.

Suscríbete para seguir leyendo