Inventario de perplejidades

Los católicos no matan

José Manuel Ponte

José Manuel Ponte

La rabiosa actualidad, más rabiosa que nunca, nos impone al columnismo provinciano la obligación de escribir sobre la guerra de Ucrania. Un asunto que nos desagrada especialmente porque no vemos la forma de contribuir a pararla. Ni tampoco a paliar el sufrimiento de los cientos de miles de personas atrapadas en un conflicto que solo interesa a la elite dirigente.

La guerra, como siniestro paisaje de muerte y destrucción, nos la sirven en imágenes, muchas veces tramposas porque las sofisticadas técnicas de filmación y montaje permiten ofrecer algunas noticias como recién salidas del horno cuando, en realidad, se trata de un material metido en el congelador hace tiempo. Con lo que, un montón de cadáveres de una guerra ya concluida en Abisinia (por ejemplo) se utiliza para horrorizar al público con un genocidio en un país balcánico. No importa. Antes de que el suceso pueda ser analizado con algún rigor, los propagandistas de los dos bandos en liza ya han sacado las pertinentes conclusiones “arrimando el ascua a su sardina”, como se suele decir.

Por lo que respecta a España, (país que fue neutral durante la Segunda Gran Guerra europea, aunque las simpatías de Franco con la Alemania nazi y con la Italia fascista fueron inocultables) es de reseñar que el sentir de la ciudadanía varió notablemente desde el último y el penúltimo de los conflictos bélicos en que estuvimos involucrados. La guerra de Irak, en la que el presidente Aznar hizo el bochornoso papel de abrecoches de Bush, tuvo una contestación masiva y el grito de “¡No a la guerra!” se oía por todas partes. Todo lo contrario de lo que no se escucha ahora en la que el presidente Sánchez se ha situado en primera fila de los que apoyan a Ucrania en su confrontación con Rusia. Primero, con armamento ligero y acto seguido con los tanques Leopard, de fabricación alemana, a los que se supone una perfección técnica sin igual. Una presunción que no se tiene en pie después del reciente escándalo de las cadenas de montaje de las principales marcas que debieron de ser revisadas por miles una vez se comprobaron fallos muy graves en su funcionamiento.

Estos tiempos azarosos, en los que vienen mezcladas la verdad y la mentira, propician la confusión mental que es uno de los ingredientes principales del populismo y de la demagogia política, hasta el punto de que los mismos que lo utilizan acaban por creérselo y lo defienden con uñas y dientes. Tomemos como ejemplo reciente las declaraciones del presidente del PP, señor Núñez Feijóo, sobre el asesinato perpetrado en Algeciras por un magrebí que atacó con una catana a un sacristán y a un párroco en una iglesia de esa ciudad. Al parecer, ese individuo, consumado el ataque, se puso de rodillas para rezar invocando el nombre del Profeta. Preguntado el señor Feijóo por el asunto, no se le ocurrió cosa mejor que utilizar el argumento reaccionario al uso sobre la maldad intrínseca de todos los musulmanes. Y discurriendo por su cuenta, comparó el odio criminal que anima la conducta de los islamistas con la bondad connatural de los católicos. ¿Cuándo se supo –vino a decir– que los católicos hayan invocado el nombre de Dios para ordenar la muerte de otro ser humano? La pregunta es disparatada. Desde las Cruzadas, la conquista de América, la Inquisición, el lema Caídos por Dios y por España y Franco entrando bajo palio en la Iglesia, hay un uso abusivo del patrocinio divino.

Suscríbete para seguir leyendo