Unamuno, profesor y rector. Una exposición notable

Julio Picatoste

Julio Picatoste

Unamuno es el español más universal y más importante después de Goya.

Conde de Keyserling

Suelo viajar con distanciada periodicidad a Salamanca. Allí acudo con motivo de presentaciones de libros o exposiciones sobre Miguel de Unamuno, y ello me sirve, a la vez, de reconfortante reencuentro con la colonia de unamunistas, constituidos en asociación a la que me honro en pertenecer. De entre ellos debo destacar a dos personas a las que guardo particular afecto, Ana Chaguaceda, excelente y activísima directora de la Casa Museo de Unamuno, de entrañable afabilidad, fiel guardadora de la memoria del rector salmantino, y Francisco Blanco Prieto, de cuya bonhomía y obsequiosa amistad disfruto desde hace años; su impresionante y fervoroso conocimiento sobre el insigne maestro tiene dos dimensiones: una, enciclopédica, y de entomólogo, la otra. La primera le viene de ser un profundo conocedor de Unamuno como lo prueban sus varios libros, de entre los que destacaría una indispensable tetralogía en la que aborda algunas facetas del intenso quehacer unamuniano: la vida universitaria, la política local y su experiencia como diputado en las Cortes republicanas. La condición de entomólogo de esa “especie única” que fue Unamuno se pone de manifiesto en la minuciosidad y precisión de su vasto conocimiento. Para comprobarlo, acuda el lector a sus libros “Diario final” y “Mitos y leyendas” en torno al rector salmantino.

Esta vez he viajado para visitar la exposición sobre “Unamuno profesor y rector” de la que es comisario Francisco Blanco. Aquella no es sino un despliegue y complemento documental de su libro de igual título publicado ya en 2011. Se compone de cuatro bloques temáticos: la docencia universitaria de don Miguel, su gestión al frente del rectorado durante diecinueve años, los problemas con los que como rector hubo de lidiar y, finalmente, un selecto florilegio de juicios sobre Unamuno. Se completa la exposición con un muestrario de condecoraciones, medallas y otros altos reconocimientos recibidos por el rector salmantino.

"Me impresionaron unas fotografías tomadas en el curso del triste y conocido episodio del “tiro en la plaza”, en la mañana del domingo 19 de julio de 1936"

Visito la exposición con mi muy apreciado compañero y siempre entregado anfitrión salmantino José Ramón González Clavijo, hasta hace poco presidente de la Audiencia Provincial; ambos somos conducidos por el mejor guía posible, el mismo Francisco Blanco. No es posible resumir tan extenso acopio documental. Pero sí quiero subrayar algunos pormenores. Porque para mí eran vistas por vez primera, me impresionaron unas fotografías tomadas en el curso del triste y conocido episodio del “tiro en la plaza”, en la mañana del domingo 19 de julio de 1936; en aquella imagen, se ven tres militares con casco y a caballo en la Plaza Mayor. La estampa impone. Dado a conocer allí el estado de guerra, como relámpagos de odio se cruzan en el aire vivas a España, a la República y a la revolución social; se oye un disparo que hiere a un cabo, y de seguido una descarga de fusilería causa la muerte a varias personas, entre ellas una niña de cinco años. Empezaba el horror incivil siguiendo instrucciones del nuevo alcalde de la ciudad, el comandante del Valle, que a su vez cumplía órdenes del general Mola. La plaza se vació y el espanto se vistió de silencio. En el suelo quedaron los cuerpos de aquellos pobres salmantinos asesinados hasta que acudió la Cruz Roja a recogerlos.

En el extenso muestrario de la exposición, estaba también la carta de Unamuno –manuscrita, como todas las suyas– dirigida al entonces rector Esteban Madruga el 29 de noviembre de 1936 en la que le comunica la donación de su biblioteca a la Universidad. Del texto de la carta, reparamos en las duras palabras que don Miguel dedica a la Falange: “Nunca creí que la inmunda falangería (…) pudiera llegar a tanta abyección”. Cuando Unamuno escribía estas palabras, no podía imaginar que esa abyección llegaría al extremo de apoderarse de su cadáver y de su sepelio como si fuera uno de los suyos, al grito de “Miguel de Unamuno, ¡presente!”. ¿Presente? Cobardes y miserables, se aprovechaban de quien ya estaba ausente y silente y no podía revolverse conta aquella infamia, él que en vida los había repudiado.

Blanco Prieto nos señala otro texto autógrafo de Unamuno del que puede pensarse, no sin fundamento, sea lo último que él escribió. Junto a un borrador del poema “Morir soñando…”, escrito tres días antes de su muerte, estos sí, últimos versos de su diario poético –“Cancionero”–, figuran los que parecen apuntes o notas apresuradas cuyo contenido y forma se asemejan a los textos de su “Resentimiento trágico de la vida”.

Allí habla de la barbarie de los alzados, del odio a la inteligencia y de la envidia, que eran para don Miguel el cáncer de España. “Esta guerra –escribe– no es civil. Es un ejército de mercenarios-pretorianos-la legión y los regulares; no el pueblo (…) Ya no podremos vivir en España los inteligentes y limpios de corazón”. Millán Astray lo había anunciado con aquel alarido brutal que atronó entre las paredes del Paraninfo el 12 de octubre de 1936: “¡Mueran los intelectuales!”. Unamuno acertó; los años siguientes a su muerte, España se cubrió de una niebla de silencio y postergación de la inteligencia. Era el “atroz silencio” que Ortega había presagiado al día siguiente de la muerte de Unamuno.

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