Carlos Oroza, las palabras sueñan que las nombra

Alberto Barciela

Alberto Barciela

La realidad nunca alcanza un ideal, eso hace fundamental a la creación, al arte. Hay que evolucionar, es nuestra misión, y adornarnos de la belleza de la inspiración elevada con el ímpetu y la oportunidad esforzada de un Picasso trabajador y atento, o con la delicadeza de un cazaversos regido por un poeta de provincias como Carlos Oroza, por un desafincado en Madrid, por un desubicado en Vigo, por un casi ignorado por las Letras, por un hombre huérfano de hija casi desconocida. Bocetos, pinceladas, palabras, música componen los bártulos de utilidades solidarias, el puzle que los talentosos, los creadores de mundos, regalan a los seres terrenales. A cambio, les convertimos en mitos.

“… y las palabras sueñan que las nombro”. Oroza parece improvisarse a sí mismo como poeta, se desubica en sus prodigios para encontrarse, para alcanzar con maravilla la sabia interna salvadora. El bardo admirado semeja recalar como ser racional en permanentes puntos desubicados, amarra versos a cualquier muelle, se agarra a los salvavidas de lo sublime. Desde el café Gijón o desde una terraza de un redoble de calles de la ciudad olívica lanzó cabos que alcanzaron lo eminente y la incomprensión, el destino mismo de los dioses y de sus obras.

El andar inquieto, la mirada hundida en requerimiento de otros ojos sorprendidos, la soledad paseada, y la luz de luz de una metáfora o un acercamiento de S.O.S., confiado, cómplice, silencioso, seditabundo, emitido hacia los desentendidos y los “abolsillados” de la ciudad del Cable Inglés. El humano buscaba comunicación, afecto, no limosnas… “No toques lo que puedes mirar”, nos cantó al respecto, advertido por los estros; el poeta solo necesitaba ser escuchado.

En los requiebros siseantes de una vida inexplicada, puede que uno se haga el solitario y acabe por ser bardo enamorado, puede que uno sea tratado como un loco sutil por ofrecer palabras o música al azar, puede que uno rece –como le conté a Oroza y a su amigo el pintor José María Barreiro una tarde de café largo con olor a Oriente– un padrenuestro laico de inicio plural, democrático, sintético, sentido: Padrenuestros que estáis en los cielos, santificados sean vuestros nombres, vengan a nosotros vuestros reinos, háganse vuestras voluntades... Y es que el uno y los otros necesitamos plegarias puras, legas, que nos permitan equivocarnos de providencia, hallar esperanza, solo así se conseguiría hacer más hermosa y genuina la penetración de las musas. Y todo en un acto de amor y de hermosa evanescencia.

Carlos fue un vértice ambulante de rictus triste, un sabio filósofo disimulado en su ser evidente. De ese manantial brotaban versos, la poesía frágil y hermosa, expresión de una verdad nítida, un grito mudo de los que no consuelan, un ser que aparentaba ser feliz al bullir en metáforas, en alegorías, sin más concesiones que el hallazgo del mejor decir para mejor convivir con los que en realidad casi no le hacían ni caso en su tiempo sin tiempo, sin prisas, sin desestimientos. Y él desataba el nudo del noray y seguía su rumbo sin aparente destino, como una esquina ambulante, como el trasatlántico que despide a una ciudad con su sirena.

Poeta de vaga extirpe, devastado por avatares discretos, generoso sin alardes, Oroza fue el hombre solitario sentado ante un café eterno servido en una taza desportillada. Su espera alcanzaba sentido al alcanzar la expresión exacta y relumbrante, genuina y con ella un itinerario por el parnaso.

En todo momento, como en un ahora perpetuo, ha existido un poeta augur y afortunado. Carlos lo fue en su obra, como personaje principal que, consciente, asumió un papel secundario: el reservado a los más grandes. Su biografía cabe en un puño, su obra es eterna.

Ya todo está dicho: “… y las palabras sueñan que las nombro”. Es una forma de “orocidad”, la lírica felicidad del aedo.

*Periodista

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