Teócratas liberticidas

José Manuel Otero Lastres

José Manuel Otero Lastres

Debo comenzar aclarando el significado del título de esta reflexión. La teocracia, según es sabido, es una forma de gobierno en la que la autoridad política se considera emanada de Dios, y es ejercitada, directa o indirectamente, por un poder religioso, como por ejemplo una casta sacerdotal. A la palabra teocracia le he añadido “liberticida” porque para defender sus ideas religiosas esa forma de gobierno, si hace falta, “mata o destruye la libertad”. En la actualidad, el ejemplo más claro de “teocracia liberticida” es el denominado “gobierno islámico revolucionario de Irán”, controlado desde sus inicios por los ayatolas, fieles seguidores del fundador, el ayatola Jomeini.

Que el gobierno islámico revolucionario del Irán es una teocracia no parece discutirlo nadie. El peso que tienen en el régimen político iraní los ayatolas es determinante y constituyen una casta en la que confluyen la autoridad política y la religiosa. En cambio, lo que sí requiere alguna demostración ulterior es evidenciar que se trata de un régimen liberticida; esto es, que mata o destruye la libertad. Es verdad que en Irán existe la pena de muerte. Pero para ser “liberticida” no basta con que un país tenga instaurada la pena de muerte. Es necesario algo más. A saber: condenar con dicha pena a los que luchan en defensa de la libertad. Y sobre este punto, como vamos a ver seguidamente, tampoco hay ninguna duda.

En efecto, recientemente, Irán decidió ejecutar públicamente y colgarlo después en lo alto de una grúa con las manos atadas a la espalda a Majidreza Rahnavard tras haberlo condenado por su participación en las marchas desencadenadas en protesta por la muerte el 16 de septiembre de Mahsa Amini (una joven kurda iraní de 22 años que murió tras ser detenida por la policía de la moral por infringir el estricto código de vestimenta que deben respetar las mujeres del país).

“Utilizar el nombre de Dios para matar en su nombre es algo que se hizo en bastantes ocasiones en el viejo mundo”

Desde su creación en 1979, la República Islámica de Irán se ha visto sacudida por varias olas de protesta, pero una crisis como la actual no tiene precedentes por su duración, por el hecho de que ocurre en varias provincias, porque implica a diferentes grupos étnicos y clases sociales, así como porque incluye los llamamientos directos al fin del régimen. Las ejecuciones, además de haber provocado nuevas protestas en el país, han originado marchas en silencio y con velas en numerosas ciudades de la nación persa.

Estoy seguro de que no serán pocos los que se sorprendan de las teocracias liberticidas en nombre de Dios para ejecutar a nuestros semejantes y sembrar el terror colgándolo de una grúa. Pero esto no es nuevo. Utilizar el nombre de Dios para matar en su nombre es algo que se hizo en bastantes ocasiones en nuestro viejo mundo.

Stefan Zweig ha escrito páginas maravillosas en las que denunciaba conductas como la de Calvino cuando violentó la libertad de Castellio por haber defendido éste al español Miguel Servet, tratando de salvarlo de la muerte, algo que por desgracia no pudo evitar.

Y así escribió refiriéndose a los liberticidas: “No tienen suficiente con sus adeptos, con sus secuaces, con sus esclavos del alma, con los eternos colaboradores de cualquier movimiento. No. También quieren que los que son libres, los pocos independientes, les glorifiquen y sean sus vasallos, y para imponer el suyo como dogma único, por orden del gobierno estigmatizan cualquier diferencia de opinión, calificándola de delito.

Prosigue el autor: “La historia es flujo y reflujo, un eterno subir y bajar. Nunca un derecho se ha ganado para siempre, como tampoco está asegurada la libertad frente a la violencia, que siempre adquiere nuevas formas. A la humanidad siempre le será cuestionado cada nuevo avance, como también lo evidente se pondrá en duda una y otra vez. Precisamente cuando ya consideramos la libertad como algo habitual y no como el don más sagrado, de la oscuridad del mundo de los instintos surge un misterioso deseo de violentarla”.

Y concluye: “En esos espantosos momentos, la humanidad parece recaer en la saña sanguinaria de la horda y en la docilidad esclavista del rebaño. Pero como tras cualquier crecida, las aguas tienen que volver a su cauce. Todos los despotismos envejecen o se enfrían en poco tiempo. Todas las ideologías y sus triunfos temporales acaban con su época. Sólo la idea de libertad espiritual, idea de todas las ideas, que por ello no se rinde ante ninguna otra, resurge eternamente, porque es eterna como el espíritu”.

Y es que –añado tras servir en exceso de sus excelsas ideas– “siempre habrá algún Castellio que se alce contra cualquier Calvino, defendiendo la independencia soberana de la opinión frente a toda violencia ejercida desde el poder”. No puedo menos que exclamar: ¡Qué bellas y exactas palabras!”.