Crónicas galantes

Todos con los rojos

Ánxel Vence

Ánxel Vence

Se habla estos días de “los rojos” en la TVE fundada por el Caudillo; y contra lo que pudiera parecer, los locutores lo hacen en términos laudatorios. Los rojos, que efectivamente visten de ese color, son los jugadores de la selección española y, por tanto, los nuestros. Qué menos que elogiar sus hazañas en el estadio.

No solo eso. El ejército de piernas que combate en el Mundial de Catar recibe además el nombre de La Roja, marca comercialmente registrada por la Federación Española de Fútbol. Lo curioso es que los azules se alegren tanto o más que los rojos por el éxito de los futbolistas que lucen este último color en las camisetas.

Todo esto podrá sonar extraño en una España que ha vuelto a la vieja contienda entre rojos y fachas por gracia o más bien desgracia de la irrupción de Podemos y, posteriormente, la de Vox. Han regresado con estos extremistas –felizmente minoritarios– los insultos, las malas maneras y la transformación del adversario en enemigo; pero tampoco hay razón para alarmarse.

El nacionalismo futbolístico no llega aquí, por fortuna, a los extremos ya habituales en países como Brasil o Argentina, entre otros. Si se gana, bien está; y si se pierde, es solo un juego. Poco que ver con los excesos de Latinoamérica, donde el fútbol es una variante de la guerra por medios menos cruentos.

Esa pasión por los himnos, las banderas, los colores y el balompié entendido como un asunto bélico en el que se juega el honor de las naciones era también normal hasta no hace mucho en España. Ya no.

“El nacionalismo futbolístico no llega aquí a los extremos ya habituales en Brasil o Argentina”

Aquellos tiempos en los que parecía que nos jugábamos la vida en un partido han pasado a la historia desde que el país ingresó en la Unión Europea y, mal que bien, fue adquiriendo hábitos civilizados propios del continente.

El fútbol pasó a ser un mero deporte en el que la Liga doméstica interesa más al aficionado que las batallas balompédicas entre naciones. No hay más que ver el fastidio que produjo la interrupción del torneo nacional de clubes causada por este extraño Mundial de invierno.

Ya casi nadie se acuerda, por supuesto, de que España consiguió su primer título internacional a costa de la Unión Soviética, que allá por el año 1964 representaba la quintaesencia del rojerío y de la maldad, a ojos del régimen entonces imperante. Rojo era su uniforme, roja su bandera y rojas las ideas de la URSS que patrocinaba a aquella selección del demonio finalmente abatida por el famoso gol de Marcelino. Un delantero que, lógicamente, había nacido en la provincia de A Coruña.

Los rojos de entonces han pasado a ser ahora los nuestros, por una de esas casualidades en las que abunda la Historia (incluso la del fútbol). Puede que los más extremosos culpen a Pedro Sánchez de esta rara conversión; pero tampoco hay que pasarse de frenada.

Simplemente, el rojo parece haber perdido las connotaciones políticas que tuvo en su momento. Nada de lo que extrañarse si se tiene en cuenta que ese es el color del Partido Republicano de Trump en los Estados Unidos, donde el azul simboliza al Partido Demócrata de Biden, por ejemplo.

Los rojos, en fin, seguirán siendo los favoritos de la TVE montada por Franco y de los aficionados en general. Y los azules tan contentos, si al final ganamos.

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