Los guardianes ful de la Constitución

Antonio Papell

Antonio Papell

La designación por el gobierno Sánchez de los dos miembros del Tribunal Constitucional que le corresponde designar al Ejecutivo según el art. 159.1 de la Constitución ha revolucionado el patio político y ha despertado las iras de esos celosos guardianes ful de la carta magna que siempre ven la paja en el ojo ajeno y no se enteran de la viga en el propio. Uno de los más airados en este menester ha sido Ignacio Varela, generalmente sosegado y lúcido columnista, quien al referirse al asunto distribuye primero con eficacia las culpas por el actual zafarrancho institucional –al que habrían contribuido, además de la sed de poder irrestricto de Sánchez, la transparente vocación subversiva de sus aliados, la mezquindad reactiva de la oposición y la insensibilidad de la sociedad española hacia estos asuntos– para concentrase luego, como gran culpable de nuestras desventuras, en “la penúltima cacicada de Sánchez”, convertido en una especie de mangante ambicioso y vil que tiene la osadía de poner en marcha la renovación parcial del TC para que su composición se adapte en lo posible a los tiempos políticos actuales, según ordena la ley de leyes de manera tajante y explícita.

Es muy notorio que van a cumplirse cuatro años de bloqueo de la renovación del Consejo General del Poder Judicial porque el Partido Popular no ha querido negociarla con el PSOE, lo que impide que se alcance la previsora mayoría parlamentaria de tres quintos del Congreso y del Senado, necesaria según el art. 122 de la Constitución y la Ley Orgánica del Poder Judicial. Como es bien conocido, el Consejo actual, –del que dimitió tardía pero elegantemente su presidente Carlos Lesmes– fue nombrado en tiempos de Rajoy, con mayoría absoluta del PP, una situación muy distinta de la actual. Y la resistencia a la renovación tanto del CGPJ como del TC solo tiene una explicación: el PP ha optado por mantener la actual composición porque le beneficia. En este país, ni los consejeros del CGPJ ni los magistrados del TC tienen, en su mayor parte, empacho alguno en admitir la etiqueta de “conservadores” o “progresistas”, ya que su elección es consecuencia de aplicar un viciado sistema de cupos (intercambio de apoyos de los grandes partidos para situar a personas leales a cada uno de ellos), y en la práctica, el poder judicial es un trasunto del parlamento, una evidencia que, llevada al extremo, resulta desnaturalizadora para la justicia.

Pues bien: a pesar de que este “desorden institucional” tiene unos padres bien conocidos, que son quienes se niegan, por primera vez en la historia de la democracia, a aplicar la carta Magna en su espíritu y en su letra, la culpa del “desaguisado” es del ambicioso Sánchez, dispuesto a todo para que se cumpla la ley. Diríase que el PP es la víctima de esta audaz insistencia de la mayoría. El mundo al revés.

Pero no acaba aquí la incendiaria condena al presidente del Gobierno: su supuesta indecencia llega al hecho de designar como magistrados del TC a dos brillantes personas de su confianza, que han ocupado cargos en la Administración. Sin necesidad de recordar que Lesmes fue dos veces director general en los gobiernos de Aznar, convendría que los críticos de Juan Carlos Campo y Laura Díez se tomaran la molestia de repasar las biografías de Enrique Arnaldos y de Concepción Espejel, candidatos del PP llevados al TC en 2021 tras un polémico acuerdo con el PSOE y UP. Los criterios que utilizó el PP en tal selección, digamos piadosamente que controvertida, son tan indecentes que le invalidan para cualquier crítica posterior. Y dejan a sus partidarios en situación intelectual muy complicada.

La última espantada de Feijóo, atemorizado por su ala dura, cuando el pacto con el PSOE para renovar el gobierno de los jueces estaba ya muy avanzado, indica que el PP ha dejado de ser un partido de Estado, para preocuparse tan solo de su propio interés.

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