Se calcula que más de 34.000 personas que vivían en residencias de ancianos han muerto en España como consecuencia de la pandemia. Unas cifras que aún son más escalofriantes si nos fijamos en el periodo más crítico de la primera oleada. Entre marzo y junio de 2020, en las residencias fallecieron casi 10.000 ancianos. Posteriormente, las vacunas ejercieron, como es sabido, un notabilísimo efecto positivo, pero nunca podremos olvidar aquellas situaciones dramáticas, que se concretaron en unos altísimos índices de decesos; en la desatención y la criba de los mayores; en las muertes en soledad, alejados de las familias; y en una situación general de indefensión que superó cualquier expectativa y desbordó a los geriátricos. Es la cara más terrible de la pandemia, con muchos puntos oscuros aún por aclarar, y con mucho dolor acumulado.

Después de haber superado la fase más crítica, la problemática que afecta a estos centros sigue siendo muy preocupante. Como ha declarado el presidente de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología, “no hemos aprovechado la gran crisis del coronavirus para hacer un cambio real en el modelo de atención”. En el informe publicado por la entidad se dibuja un panorama desolador.

Entre los puntos más acuciantes se hallan la proliferación de residencias con una gran cantidad de camas (la gran mayoría de los geriátricos tienen más de 50) y la consecuente “producción industrial” de los cuidados, un aspecto que se ve agravado por la falta de personal, con unas ratios de cuidadores claramente deficientes. Debe añadirse la baja remuneración de los trabajadores (desde las enfermeras al personal de atención y limpieza) y el deterioro físico de los ingresados, que se ha incrementado (movilidad, incontinencia, demencias) estadísticamente en relación a las cifras de hace solo diez años, con lo que ello conlleva de mayor necesidad de cuidados.

“La crisis pandémica ha puesto sobre la mesa una precariedad dramática que debe revertirse con urgencia para mejorar el día a día de las residencias”

Aunque son las autonomías las responsables de las residencias, el Gobierno central, en función de la ley de dependencia, aporta menos del 20% aunque debería destinar más del 50%, con un montante total del 0,7% del PIB a los cuidados de los dependientes, muy lejos del 2% o más que destinan países desarrollados de nuestro entorno. El plan aprobado por el Consejo Interterritorial en junio estipula unidades de convivencia de un máximo de 15 personas para mejorar la atención e individualizarla, obliga a prestar atención primaria (un déficit notable del sistema, el de la relación con los CAP) y prevé incrementar las ratios de personal. Pero ese plan y su modelo contó con el rechazo de nueve comunidades autónomas, entre ellas Galicia y las restantes gobernadas por el PP, además de País Vasco, Cataluña y Castilla La Mancha.

La Xunta, por su parte, ha anunciado también sin consenso su nuevo modelo de residencia con módulos más “familiares” con un tope de 25 usuarios, un plan que parte con el rechazo pleno de la oposición. Los grupos opositores esgrimen el informe de la Asociación de Directores y Gerentes en Servicios Sociales que sitúa a Galicia entre las comunidades con mayor déficits de plazas con financiación pública, mientras la consellería contrapone los esfuerzos inversores de los últimos años y la mejora de la oferta de la ayuda a domicilio. Más allá de las disputas políticas, la realidad topa de frente con déficits presupuestarios y estructurales evidentes como principal denominador común en los distintos territorios.

La gravedad del asunto exige soluciones inmediatas. La crisis pandémica ha puesto sobre la mesa una precariedad dramática que debe revertirse no solo para evitar nuevas situaciones de urgencia, sino para mejorar el día a día de las residencias.