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Julio Picatoste

Los mundos de Platón

Son tan hermosos los mitos de Platón que uno quisiera que las cosas fueran tal como él las contaba, de esa manera tan bella, tenerlas por ciertas y creer en sus palabras como si fuesen pronunciadas por un testigo supremo y omnisciente. A los cuentos que las nodrizas griegas contaban a los niños los llamaban mitos. Y es que los mitos de Platón son como cuentos que él elaboraba para los adultos, de modo que estos entendiesen su pensamiento. Para explicar a sus contemporáneos, y ahora a nosotros, lo que era la primaria intuición de la idea y progresivo refinamiento por medio de la dialéctica, Platón recurrió al mito, a la fábula de la “reminiscencia”. Imaginaba que las almas humanas, antes de descender a este mundo e instalarse en el cuerpo de los hombres, habitaban en otra dimensión, en un estado donde las ideas se mostraban y eran percibidas en toda su pureza, en toda su virginal esencia, limpias, sin intermediarios, sin forma ni color. Allí las almas disfrutaban de la plenitud y belleza de las ideas, sin otro esfuerzo que el de su presencia embriagadora, sin otro gesto que el de la mirada con los ojos del espíritu. Allí gozaban de la contemplación seductora de la verdad, y las almas se complacían de veritate gaudium, del gozo de la verdad. A ese lucífero espacio incorpóreo y celestial lo llamaba Platón el “topos uranos”.

Llegado el momento en que las almas habían de descender para alojarse en un cuerpo humano perdían su ingravidez y se reducen a la condición y límites de lo humano, a las dimensiones de tiempo y espacio, esperanza y desengaño, dolor y muerte, y en esa traslación, en ese nuevo estado, aquellas ideas, otrora apreciadas en su máxima pureza, se perdían en el olvido diluidas en la desmemoria. Pero allá en los confines de la conciencia queda el vestigio de una tenue luminaria, suficiente para avivar el recuerdo e inflamar la reminiscencia de las ideas; pero para ello se hace preciso zarandear el pensamiento, asaetearlo con preguntas capaces de despertar las ideas olvidadas y recuperar la verdad en otro tiempo disfrutada.

Son los dos mundos de Platón, el trascendente de las ideas, donde habita la verdad, y el mundo en el que vivimos, al que, de una u otra forma, descienden aquellas para dormitar latentes en el fondo de nuestra conciencia, a la espera del momento en que decidamos agitar y remover sus aguas profundas.

Esta idea de traslación de las ideas de un mundo trascendente a otro inmanente a nuestra propia existencia, me trae a la memoria el viejo sueño de Quevedo que, por su elocuente eficacia descriptiva, suelo evocar con frecuencia. La Verdad y la Justicia, que habitaban en el celestial olimpo de las ideas, deciden bajar a la tierra y vivir entre los humanos; pero la primera por desnuda y la segunda por estricta fueron repudiadas por los hombres, incapaces de convivir con ellas y de soportar sus exigencias, su rigor y crudeza. Desanimadas y despechadas, decidieron abandonar. La Verdad se aposentó con un mudo que, como tal, no podía mentir, y la Justicia anduvo vagando de casa en casa buscando, sin fortuna, quien la acogiese.

Desde entonces, ya no hay en el mundo ni Verdad ni Justicia. No han faltado quienes, a lo largo de los siglos, las han buscado desesperada y denodadamente. Pero también ha habido quienes, porfiadamente siguen cerrando puertas y enmudeciendo bocas, y, como también dijo Quevedo, usurpando el nombre de la Justicia para honrar tiranías. Y en esas estamos.

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