Uno de mis hermanos se resiste a leer los libros que recomiendo con vehemencia en el periódico porque dice que tanta vehemencia le vuelve agnóstico. Como eso implica demasiado vacío, esta columna se ha convertido en un pequeño intento de devolverle la capacidad de sorpresa.

“Los días perfectos”, de Jacobo Bergareche, es mi libro del año, de varios años, de incluso alguna década. Me encantaría escribir las palabras precisas para que cualquiera sintiese el deseo inmediato de leerlo. Sería casi una súplica, un “no te vas a arrepentir”, un “tienes que creerme” o, como dicen los niños en Navidad, después de cada anuncio nuevo de juguetes: “Olvida el que te dije antes, este es el bueno”.

Mientras lo leía, fui apuntando en las notas del móvil el número de ciertas páginas del libro que consideraba imprescindibles. Tenía la idea de redactar, más que un artículo de opinión, un anuncio por palabras en el periódico: “Recomiendo leer página 50 de Los días perfectos”. Pero unos segundos después, a medida que avanzaba en mi lectura, corregía la nota: “Urge leer páginas 50 a 67 de Los días perfectos”. Y así, poco a poco fui ampliando la extensión recomendada hasta que, en la versión definitiva, mi nota dice: “Leer cualquier página al azar de Los días perfectos”, por favor.

Quise también transcribir párrafos enteros sin añadir comentarios, bajo la lógica de recomendar el libro y no a mí misma. Pero las citas funcionaban mal, al alejar esas palabras de su mundo, dejaban de contar una historia y perdían por completo su significado. Porque lo sobrecogedor de esta novela es el pensamiento increíblemente profundo que hay detrás de cada idea. Escribe desde dentro de lo que dice, lo sé porque sería imposible contarlo de esa manera sin haber estado siete días en Austin, o sin haber vivido el peso de muchos domingos cualquiera.

El libro contiene dos cartas. De Luis a Camila y de Luis a Paula. Quizá resulte innecesario explicar más, si uno piensa quién puede ser Camila y quién Paula, se entiende. Habla de las dos, de la mano que alguien apoya en tu hombro o hace resbalar por tu cabeza y sientes que te aplasta porque la costumbre la ha vuelto pesada, y de esa otra caricia que llega sin preaviso y te hace sentir todo el consuelo del mundo. Habla de contarse historias, de imaginarse juntos, de las cartas entre Faulkner y Meta Carpenter, de vivir el día perfecto. Habla de escoger la pena entre la pena y la nada.