Opinión | Parece una tontería
La he jodido
Cuando Francisco José Garzón salió del Alvia, tras el accidente, y dijo “La he jodido”, todos sabemos de qué hablaba: del peso del mundo aplastándolo lentamente, sin solución. No podemos hacernos una idea, sin embargo, de la naturaleza de ese peso. Acaso imaginamos vagamente desde dónde pronunciaba el maquinista esas palabras: desde el fondo más fondo, desde la oscuridad total, donde el miedo, la culpa, el arrepentimiento rebasan sus bordes; quizá desde el punto en que el ser humano está vivo, pero preferiría no estarlo. “La he jodido” es una frase llana y a la vez demoledora; con muy poco, lo logra todo. Sobrecoge oírla, leerla, escribirla, pensarla. Rara vez la dices por decir, para la galería, para entretener el silencio. Entre todo lo terrible que puedes decirte a ti mismo para reprocharte un enorme error, “La he jodido” te viene a la mente enseguida.
Se pronuncia en voz baja, o solo se piensa, si bien en tu cabeza retumba. Aquel 24 de julio de 2013, víspera de festivo, Garzón la dejó escapar ante los dos policías que lo sacaron del tren siniestrado. “La he jodido, venía a 190 km por hora. ¿Hay algún herido?, ¿hay algún herido?”, preguntó. No podía aún saber, pero sabría pronto, que había 80 muertos y 145 heridos. El dolor en que la tragedia sumió a víctimas, familiares, amigos, es imposible de medir. Remite a algo monstruoso, inmanejable. Entendemos bien que Garzón confesase, al poco, que habría preferido encontrarse entre los fallecidos a ser un superviviente. No se puede lidiar con una culpa tan espantosa ni en una larga vida por delante. Cómo no sentir empatía hacia él, y asombro porque el destino de cientos de pasajeros dependa de que una sola persona, abandonada a su suerte por sus superiores, resulte infalible en el ejercicio de su trabajo.
"Cuando pronuncias 'La he jodido' estalla una cadena de deseos conocida: querrías volver atrás, querrías empezar de nuevo..."
Seguramente no se puede vivir sin errores. Estamos indefectiblemente vinculados a ellos. Se gestionan y se superan cientos de ellos a lo largo de una existencia común; pero unos pocos, no. Cargados de fatalidad, lo arrasan todo a su alrededor. Cuando se producen, se vuelven para siempre una historia sin final, o sin paz, que te devuelve continuamente al momento en que se produjeron: ondean toda la vida. Cuando los distingues, te vuelves consciente de las muchas veces que incurriste en errores de fealdad, en realidad, solo aparente. El efecto de la comparación con los errores verdaderamente horribles, que acaban con vidas o las cambian a peor para siempre, hacen los tuyos pequeñísimos, al punto que al poco encuentran reparo, consuelo.
Cuando pronuncias “La he jodido” estalla una cadena de deseos conocida: querrías volver atrás, querrías empezar de nuevo, querrías estar más atento, querrías tomar otras decisiones, querrías mantenerte alejado del dolor. En circunstancias normales, el tiempo los subsana, la memoria los olvida. Pero en circunstancias extraordinarias, no existe desagravio posible. El error va siempre a tu par, apoyando todo su peso en ti. Estás acabado. Lo sabes, y es terrible.
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