Los Presupuestos del Estado que empiezan a tramitarse ofrecen una respuesta a las dificultades basada en más gasto y no en reformas estructurales. La previsión de ingresos y de crecimiento está sostenida en unos cálculos optimistas que no contemplan la posibilidad de una recesión, ni un deterioro severo del escenario. El último informe, por ejemplo, del Fondo Monetario Internacional ya ha rebajado ocho décimas el crecimiento del PIB de España en 2023, que se quedaría en un 1,2%, en un contexto de enfriamiento generalizado de la economía mundial.

La mayoría de los contribuyentes afronta por efecto de la inflación una subida fiscal encubierta que multiplica los ingresos tributarios. Con tres elecciones por delante y el temor al coste de decisiones impopulares, las cuentas vuelcan el esfuerzo en preservar el poder adquisitivo de los jubilados y funcionarios, los dos grupos más beneficiados en su estrategia. El principal peligro: perpetuar parches que nada resuelven y causar un deterioro aún mayor a las cuentas públicas.

Más de la mitad de los 486.000 millones de euros del Presupuesto del Gobierno central para el próximo ejercicio se la llevan los jubilados y los funcionarios, colectivos con renta garantizada, y los prestamistas de la deuda. Las prestaciones míseras y las máximas de los pensionados subirán en igual porcentaje, aquí no existen ricos ni pobres. Y los salarios públicos lo harán sin mecanismos que midan la productividad de quien los percibe ni retribuyan el mérito.

La dificultad reside en que estas partidas vienen creciendo sin techo año tras año. En el caso concreto del dinero para las jubilaciones y el funcionariado, el incremento lineal será ya de por vida. Cuanto más desequilibrio y desproporción adquieran los compromisos fijos, menos recursos quedarán para sanidad, educación y otros capítulos productivos.

España suma casi 9 millones de jubilados y 3,5 millones de funcionarios, un tercio amplio del cuerpo electoral. Ante grupos tan numerosos y con especial relevancia para Galicia –con 680.000 pensionistas, 191.000 empleados públicos y 913.000 personas en el mercado laboral privado– resulta más tentador seguir mirando hacia otra parte que poner el foco con responsabilidad en lo que está ocurriendo. Esto no va de diferenciarse por estatus o ideologías, sino de lograr unas cuentas sólidas y saneadas que repartan equitativamente las cargas y contribuyan al crecimiento. Las de ahora no parecen estar cerca de cumplir ese objetivo.

Advertirlo no está reñido con el legítimo y bien merecido derecho de las personas en su retiro a mantener el poder de compra, o el de los trabajadores del sector público, y los del privado, a obtener lo mismo. Más bien al contrario: no existe otra vía para ganar todos en un contexto de pérdida de riqueza que la de tomar conciencia del riesgo de descontrol. Cuanto más se demoren los remedios, más dura será la cirugía llegado el momento en el que nadie pueda escurrir el bulto.

“Si no se formaliza lo prometido, se castiga a quien genera empleo y se fomenta la economía parásita, pésimo negocio estamos haciendo con cualquier presupuesto”

El Presupuesto ahonda la brecha generacional. A los jóvenes solo les corresponden migajas de consolación. Así no se construye el futuro del país, ni un país con futuro. Los fondos europeos y la mayor recaudación de la historia propician una fabulosa expansión del gasto. El rendimiento fiscal no se basa en la buena marcha de la actividad, sino en la inflación, que va a engordar en 20.000 millones las arcas.

La recaudación con el jaleado impuesto a los pudientes es testimonial. El peso de la carga recae sobre la clase media, cuyo dolor intentan aminorar con un reguero de ayudas. Castigo doble para las familias, que apenas tendrán posibilidad de ahorro. Además de afrontar un salto en el IRPF necesitarán dedicar un volumen de ingresos superior a una cesta de la compra desbocada.

Con una tasa de paro que dobla la media europea y un déficit estructural a la cabeza de la UE, no andan las cosas como para tirar la casa por la ventana. Una deuda ingente colocará al país en la cornisa si los tipos de interés siguen subiendo. El Estado debe por cada español con trabajo 70.000 euros: otra hipoteca, además de la vivienda, para el contribuyente, pues será este quien acabe pagando ambas. Y todavía a este proyecto le queda por pasar el zoco de los nacionalistas, que venderán caro, como siempre, el apoyo.

Para Galicia, el presupuesto no es para tirar cohetes. El sabor es agridulce. Es verdad que la comunidad se sitúa entre las que menos ven crecer el presupuesto, pero también lo es que la inversión se consolida en los mil millones de euros, una cifra muy superior a la de los ejercicios anteriores a 2021. Las cifras han sido recibidas, como era previsible, por un aluvión de críticas por parte de la Xunta y el PP; los socialistas gallegos las han celebrado como si fuese el maná milagroso que va a sanar de golpe todos los males de Galicia; y los nacionalistas han aprovechado para reivindicarse como la única fuerza útil: sí las cuentas son malas, pero se pueden mejorar... si nos llaman

El bajo nivel de cumplimiento del Ministerio de Transportes que acaba de revelar FARO (apenas el 30% de la ejecución del presupuesto en el primer semestre) contribuye, además, a alimentar la desconfianza en un presupuesto que huele demasiado a electoralismo y más bien poco a atender las verdaderas prioridades. Así que la pregunta que asalta a buena parte de los gallegos es legítima: ¿estas cuentas se ejecutarán o se quedarán en papel mojado? Si no se formaliza lo prometido, se mantienen barreras competitivas, se castiga a los generadores de empleo, no se atraen inversiones, se cronifican los subsidiados y se fomenta la economía parásita, pésimo negocio estaremos haciendo con cualquier presupuesto.