La falta de rigor de los políticos -–incluidos los gallegos, que repiten las consignas que les trasladan sus jefes de Madrid– no tiene límites. La penúltima prueba es el ruido que se ha generado sobre la fiscalidad, sin ponerse en ningún momento en la piel del contribuyente, solo con la vista fija en la próxima cita electoral. En vez de resultar pedagógico, este desenfocado debate confunde y aumenta el escepticismo sobre el valor de los tributos. Porque, en realidad, esto no debería ir, al menos no exclusivamente, de derechas ni de izquierdas, ni de millonarios o de pobres, sino de contar con un sistema de recaudación adecuado, proporcionado y que garantice los servicios con la máxima calidad. Por supuesto que hay que pagar impuestos, pero sin asfixiar a quien los desembolsa, los ciudadanos que en gran medida sostienen la llamada sociedad del bienestar, mejor. Eso es la eficiencia.

Un socialista, José Luis Rodríguez Zapatero, fue el único presidente que eliminó en España entre 2008 y 2011 el impuesto sobre el patrimonio, ese por cuya supresión el PSOE acusa ahora al PP de beneficiar a los pudientes. Y un popular, Mariano Rajoy, que llegó a La Moncloa con la promesa estrella de una bajada sustancial de los tributos, ostenta el récord de haber decidido en 2012 la mayor subida fiscal de la historia de la democracia, justificada para taponar las vías de agua de la Gran Recesión y los frívolos dispendios de ejecutivos anteriores. Esta paradoja demuestra la demagogia en la que se sustenta la polémica fiscal. Los partidos nos tienen acostumbrados a anegar la pugna de imposturas, falsedades y frentismos precocinados en vez de argumentar su postura con números y razones.

Ni bajar impuestos está reñido con la izquierda (ahí tienen el caso de Ximo Puig en Valencia), ni subirlos con la derecha. Depende de cómo se haga, cuándo, para quién y para qué. Pero tan fundamental resulta defender los tributos como evaluar también en qué los emplean los gobiernos (estatales, autonómicos y locales). Si en momios, chiringuitos o iniciativas absurdas o en labores productivas. Si mejoran la vida de la mayoría o, por ejemplo, sirven para engordar el clientelismo. Si activan el crecimiento o generan compromisos permanentes innecesarios, gastos superfluos. Esa es la cuestión. Lo demás barullo, alharaca baldía y discusión sobre lo intrascendente, perdiendo otra ocasión de hablar claro a los electores y reconquistar su confianza con la verdad por delante.

"Ni bajar impuestos está reñido con la izquierda ni subirlos con la derecha. Depende de cómo se haga, cuándo, para quién y para qué. Pero tan fundamental resulta defender los tributos como evaluar también en qué los emplean los gobiernos"

España necesita con urgencia una reforma fiscal, defienden por unanimidad los expertos. De hecho, la UE la exige para desembolsar la siguiente tanda de fondos comunitarios. Existe una dificultad de mano esencial: las administraciones precisan pedir prestados cada año para funcionar 50.000 millones de euros. Para corregir ese inmenso déficit estructural hay que analizar antes exhaustivamente el nivel de gasto. Los gobiernos huyen de meter tijera como del agua hirviendo y por eso son tan reacios a neutralizar el exceso de carga que ahora soporta el contribuyente por efecto de la inflación, cuando la caja del erario rebosa con ingresos superiores a los de antes. En Galicia los ingresos por recaudación se están disparando por efecto, entre otros, de la inflación y el crecimiento del empleo.

El Gobierno central defiende criterios tan volubles que una semana acribilla a quien promete rebajas fiscales y a la siguiente las incorpora para las rentas bajas, colando bajo el paraguas de ayudar a quien menos tiene otros sacrificios para el resto y para las empresas. Polemizar por un impuesto como el de patrimonio que afecta solo al 0,5% de la población tendrá a lo sumo carácter simbólico, para trufar de ideología las diatribas, pero nada práctico. Por cierto, alguien debería aclarar de una vez al plantear estos asuntos qué se entiende por rico, porque al final siempre paga el pato una clase media a la que están poco a poco empobreciendo. Sus integrantes acaban siendo en realidad esos pudientes a los que trasladan el mochuelo.

Y, en fin, cómo no resaltar el curioso misterio por el cual deflactar tributos, como ha hecho Galicia, merece desde la izquierda sonoras reprimendas, salvo que la propuesta llegue desde el País Vasco. Hablar de recursos pasando por alto el privilegio de los regímenes forales resulta imposible, pero obviémoslo esta vez. La mayoría de las diecisiete comunidades autónomas, entre ellas varias socialistas, han decidido o están estudiando retoques fiscales por distintas vías para favorecer a sus vecinos. La Xunta, además de deflactar tributos, ha rebajado al 50% el impuesto de Patrimonio. Y el presidente Alfonso Rueda ya ha adelantado que su intención es seguir haciéndolo. Su anuncio ha desatado la ira de la oposición, que le exige una mejora sustancial de los servicios públicos, como sanidad, dependencia o educación.

Es indudable que una buena política fiscal atrae inversión, empresas con alto valor añadido, talento y empleo. No debe perseguir únicamente consolidar mecanismos de protección e institucionalizar dádivas. La política fiscal debe, por supuesto, ser extremadamente eficiente en el fortalecimiento del estado del bienestar, la clave de la bóveda de nuestro modelo, pero también tiene que contribuir al progreso y al crecimiento. Sostener, por una parte, e impulsar por otra.

Mientras nuestra clase política y gobernante siga alimentando polémicas estériles, simplistas y contaminadas de ideología y prejuicios, el debate sobre el modelo fiscal y su reforma servirá únicamente como ariete electoral, como cortina de humo o engañifa. Es decir, para nada productivo.