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Jorge Álvarez Yágüez

El terremoto de Lisboa y nosotros

Hay catástrofes que de por sí se convirtieron en acontecimientos del pensamiento por la intensa y amplia reflexión que despertaron. Tal fue el ya histórico terremoto de Lisboa, que motivó tantos discursos y meditaciones, no solo en su época sino a lo largo de los siglos, de Voltaire y Rousseau a Benito J. Feijoo, Kant y Goethe, a Thomas Mann, Benjamin, Adorno y tantos otros. Sucedió un 1 de noviembre, de 1755, día de Todos los Santos, fiesta en el muy católico Portugal. A la mañana, eran sobre las nueve y media, durante unos terribles minutos, entre tres y seis, la tierra tembló. La ciudad sufrió varias sacudidas devastadoras –de 8 grados en la escala Richter–. Multitud de casas, iglesias y construcciones se vinieron abajo, los suelos se abrían en socavones de metros engullendo lo que había. Las orillas del Tajo en su desembocadura se retiraron con el mar, un extraño fenómeno nunca visto que convocó a gentes expectantes de tan singular suceso, y al poco un tsunami con olas de hasta veinte metros, arrastraba a los curiosos e inundaba la parte baja de la ciudad. Los muchos incendios que enseguida estallaron terminarían por arrasar con todo y convertir el lugar en una ruina. Se cuentan en decenas de miles de cadáveres en una cantidad difícil de precisar. Se calcula que el epicentro del fatal seísmo se situaba en el Atlántico, a unos 300 kilómetros de la ciudad. Ciertamente muchas otras ciudades y villas también se vieron afectados, como Cádiz, Huelva, Ayamonte, buena parte del sur de la Península, con centenares de muertos, y a lo largo de la costa norteafricana, en que se cobraría miles de vidas, y se sentiría en muchos otros lugares.

Cuando la noticia de lo sucedido en la bella Lisboa, semanas después, llegó a las grandes capitales la conmoción fue enorme. Cómo era de imaginar, enseguida corrieron toda clase de intentos de explicar o dar sentido a aquel desastre. El orden del mundo parecía quebrarse, ni siquiera el racionalismo ilustrado parecía poder asumir una naturaleza que siguiendo su propia ley pudiera estallar en tales caos aniquiladores. Pronto surgieron las prédicas que recurrían a la idea del castigo divino, pues en la naturaleza nada grave sucede sin el permiso de su Creador. Voltaire se alzó ante tales posiciones, pues ¿qué males habían cometido los niños de Lisboa que no cometieran con creces los ociosos notables de los salones parisinos? El filósofo se sume en un sombrío ánimo y escribe su célebre ‘Poema sobre el desastre de Lisboa’, verdadero anticipo del demoledor 'Candide'. En él se venía a cuestionar la visión teológica de un orden de la creación, las filosofías de un Leibniz que sostenían la tesis de la existencia del mejor de los mundos posibles o del afamado Alexander Pope con su “todo está bien”. Para Voltaire todo el discurso de la Teodicea (Theos-dikē) se tornaba dudoso, la ‘dikē’ (orden, justicia) de Theos (Dios) no era aceptable, no hablaba de ningún Dios bondadoso, de ningún creador armónico. Rousseau no podía aceptar, sin embargo, esta conclusión del que tenía por su maestro, y le dirige una carta manifestando su total discrepancia. Para el ginebrino los sucesos de la naturaleza no tienen significado, no indican sentido alguno respecto de la moral o del Creador, y lo que en realidad importaba eran los sucesos debidos al hombre, incluso, argüía, un suceso tal no se cobraría tales muertes si los hombres viviendo más en consonancia con la naturaleza no terminasen por acumularse atestando las ciudades de gente. A Rousseau le preocupaba el orden moral construido, ese que había viciado al buen salvaje. La naturaleza humana, como la naturaleza modificada de la ciudad, no era simple natura, sino constructo humano del que se es responsable.

"El orden del mundo parecía quebrarse, ni siquiera el racionalismo ilustrado parecía poder asumir una naturaleza que siguiendo su propia ley pudiera estallar en tales caos aniquiladores"

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Si el terremoto se había llevado en el plano material por delante toda una gran ciudad, en en el plano del pensamiento había sacudido con el mismo furor la Teodicea.

Si hoy tuviéramos que confrontarnos con un hito semejante al terremoto de Lisboa, que de igual modo desencadenase una pareja reflexión sobre el mal, creo que tendríamos que pensar ya no en un suceso sino en toda una serie de procesos naturales que cabe comprender vinculados a la denominación, de origen geológico, Antropoceno: la amenazante emergencia climática, la acidificación de los océanos, la reducción letal de la biodiversidad –a la ya denominada sexta extinción de especies, habría que añadir el enorme sufrimiento animal generado–, la escasez de recursos energéticos, etc. En definitiva, el rebasamiento de parte importante de los límites planetarios (Rockström) compondrían esa sacudida de magnitud sin precedentes en la historia de la humanidad. La catástrofe global que trae como consecuencia si no se obra a tiempo –y todo apunta a que no lo haremos, no lo estamos haciendo de hecho– amenaza todo un orden civilizatorio, y agravará otros males igualmente relevantes, como el de la desigualdad. Aparte de la gravedad sin comparación posible, es esencial en cuanto a la diferencia con el terremoto del XVIII, el que esta vez no es la simple naturaleza la que se agita, sino una naturaleza humanizada, aquella que el hombre ha transformado. Por eso el mal ya no cabe signarlo como natural sino que es igualmente cultural o moral; en fin que la vieja división natural/moral no nos sirve. Si el terremoto de Lisboa llevó a cuestionar el orden

de Dios en la tierra, el discurso de la Teodicea, este nuestro otro “seísmo” cuestiona con no menos radicalidad el orden que el hombre, en lo que se refiere a su modulación de la naturaleza, ha establecido. Diríamos que es ahora la Antropodicea lo puesto en cuestión.

La inaceptable desigualdad que aqueja a nuestras sociedades se ha generado asociada a –y a menudo también a través de– aquella fatal transformación de la naturaleza. Muchos pensaron –Marx y Freud entre ellos– que posiblemente se llegase a dominar la naturaleza antes que los males sociales, que la explotación, la desigualdad o las guerras. Si se obtuviera lo primero, quedaría por dominar lo segundo, que solo esto daría fin a la Prehistoria de la humanidad. Ahora nos encontramos con que Naturaleza e Historia se han fusionado y ninguno dominio (natura y sociedad) se ha cumplido. Esa es nuestra vulnerabilidad.

Hannah Arendt habló alguna vez de banalidad del mal para referirse no evidentemente a que el mal no fuese grave sino a que el hombre que a menudo lo comete no es precisamente un sujeto psíquicamente diabólico, sino un ser muy común, simplemente no se caracteriza por la reflexión. Así calificaba a Eichmann el criminal que envió a tantos judíos a la muerte. Cabría preguntarse si la indiferencia ante el mal presente, la insensibilidad o el simplemente sumirse en otras preocupaciones más cotidianas no es la forma que adopta nuestra banalidad ante el mal, y el terremoto que otrora arrasó Lisboa en su forma nueva antropogénica amenace ahora con aniquilar la Lisboa global de los que habitan este planeta.

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