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Gonzalo J. Ordóñez Puime

Monarquías

Al hilo de la despedida a quien encarnó el reinado británico en las últimas siete décadas

Los lánguidos tañidos de las campanas de Westminster, amortajados para no turbar el descanso de quien había encarnado su monarquía en las últimas siete décadas, venían a poner un digno epílogo a la semana de pasión por la que todos los británicos, ingleses y demás, habían encauzado sus sentimientos hacia Isabel II. Pero, sobre todo, hacia su país. Se sabían predecibles testigos de un trascendental acontecimiento, en un pueblo dado secularmente a arrebozar en el engrudo de la historia cualquier hazaña o fake que en su camino se cruce. “Si no es histórico, ya haremos que lo sea”. Como Sánchez con los 85 diputados. Y recursos, los tienen a tutiplén. Baste observar, con verdadera resignación hispana, cuántos llegaron a convencerse de que los malos éramos nosotros y que los piratas que asaltaban nuestros galeones eran nobles a quienes la divina Providencia había encomendado meternos en cintura. ¡Hasta algunos de los nuestros lo creyeron!

El caso es que tampoco ahora, con motivo de las reales exequias, escatimaron recursos los de Albión para ofrecer un homenaje urbi et orbe a una reina que habló más con los silencios que con sus palabras. Soy de la convicción de que nuestros amigos ingleses no viven, actúan, e Isabel ha representado el papel que la historia le había asignado con la misma maestría y profesionalidad con que Kenneth Branagh interpretaba el Macbeth de Shakespeare. Con discreción, con recato, con solemnidad y también sin duda con ese distanciamiento necesario para preservar el halo de misterio que, como a todo gran personaje, ha de rodear al buen monarca.

Supo mantener la calma del buen marino cuando, a la caña de tan importante nave, logró surfear con regio temple las encolerizadas olas de los ‘annus horribiles’, que también contra ella se batieron hasta desconchar su cetro. No descompuso el gesto cuando vástagos afectos a su propio linaje la hicieron injusta diana de su pueril y pérfida incompetencia y villanía. Ni siquiera, con motivo del Brexit, los vaivenes ególatras de un pueblo obsesionado con la irrelevancia de su propio ombligo la hicieron moverse más allá de lo justo en el fracasado e irresponsable intento por deshilachar la historia compartida con el mundo libre. Quizás porque vivió los años en los que Churchill demandaba de su pueblo sangre, sudor y lágrimas para combatir a Hitler y reponer una libertad comprometida.

“Resultó un digno epílogo en el que británicos, ingleses y demás encauzaron sus sentimientos hacia Isabel II”

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Hemos de reconocer que con tan excepcional boato y el ingente despliegue de medios rindieron un merecido tributo a quien representó con notable dignidad, no un gobierno, que los gobiernos son aves de paso, cuando no pájaros de los que precaverse, sino a todo un país que le hizo símbolo de su identidad como pueblo y argamasa de su estabilidad como nación. Con todo, tengo claro que sus demonios, todos juntos, no la pusieron en la mitad del trance que los años 70 sometieron a nuestro Juan Carlos I.

Educado en el franquismo con la esperanza de que nunca olvidase el cara al sol, y aún con el de Ferrol de cuerpo presente, se echa a cuestas una España que demandaba libertad, que quería parecerse a los demás países europeos, con sus mismos derechos y libertades, y que además quería hacerlo sin destripar al vecino, como tantas veces había ocurrido en nuestra brillante pero también angosta historia.

Aunque, como era de prever, no faltaron a su cita esas dos Españas cainitas, rencorosas y vengativas que desde ambos extremos intentarían dinamitar cualquier advenimiento democrático. Lo fuera por convicción o por la más ruin de las oportunidades: desde la Triple A, a quienes con indecencia se hacían llamar Guerrilleros de Cristo Rey; desde el Grapo, a una ETA que año tras año seguía brindando con champán cada una de las muchas vidas que segaba; aquellos asesinos de los abogados de la calle Atocha; decenas de militares nostálgicos, mullidores y golpistas. En fin, lo peor de cada casa; una caterva alineada y esperando cada uno su turno para descarrilar un país que sólo ansiaba echar a andar. Esto fue exactamente lo que avistaba Juan Carlos desde las ventanas de las Cortes aquel 22 de noviembre de 1975 cuando juraba “cumplir las Leyes fundamentales del Reino y guardar lealtad a los principios que informan el Movimiento Nacional”. Pocas veces un perjurio fue tan necesario y celebrado.

A partir de ese momento, y empeñando su palabra en que ninguna causa legítima quedaría en el olvido, nos fue asentando entre las democracias más desarrolladas del mundo. No sin esfuerzo ni sobresaltos, y hasta con golpes de estado. Pero todo fue superado y, sin que debamos olvidarlo, lo fue con él al frente.

"No seríamos justos si en la balanza de la razón ignoramos la inmensa aportación [de Juan Carlos I] y nos centramos en lo poco que restó"

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Cierto también que no fueron sus últimas decisiones las más afortunadas. Que tuvo fallos estrepitosos, no admisibles en quien tanto representa para un país, en el que además los francotiradores nunca duermen, acechan y ajustan el tiro. Pero, no seríamos justos si en la balanza de la razón ignoramos su inmensa aportación y nos centramos en lo poco que restó. Que esta y no otra es la realidad.

Por ello, mientras contemplaba los cientos de homenajes que se rendían por todo el país a la legataria de Enrique VIII, Isabel II y tantos otros monarcas británicos en quienes la virtud fue excepción y no regla, me preguntaba cuántos más agradecimientos deberíamos tributar a nuestro emérito, el mejor rey que hemos tenido, si excluimos a Isabel de Castilla, sus casualidades y el azar.

A media noche apagué el televisor, convencido de que en materia de gratitudes somos los españoles más de ceder el paso al cura y a la historia que a la expresión de la justa y adecuada palabra. Somos así, fue la única razón que encontré.

Que, en todo caso, no le impida el cielo disfrutar de sus últimos años en esta tierra, aunque nosotros se lo estamos poniendo difícil.

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