Los debates sobre el sistema fiscal son particularmente complejos porque, al tiempo que exigen un conocimiento técnico profundo, han sido tradicionalmente un campo de batalla ideológico y tienen implicaciones muy relevantes para la financiación de los servicios públicos o para la percepción de los ciudadanos sobre los impuestos.

En un mundo ideal, deberíamos ser capaces de consensuar la estructura básica del edificio y acotar el espacio de elección ideológica al nivel preferido de ingresos (y gastos) y de redistribución, o al peso relativo de las diferentes figuras tributarias. Lamentablemente no vivimos en ese mundo ideal y todo se mezcla. Los análisis sosegados sobre incidencia distributiva o sobre movilidad de bases imponibles, las comparaciones internacionales, la evidencia sobre la llamada curva de Laffer… quedan relegadas ante palabras gruesas que apelan a ideas primarias. Como si un diagnóstico médicos basado en resonancias, TAC y exploración experta fuera sustituido por la opinión del cuñado que tiene en su casa la colección completa de “El Cuerpo Humano”. Así es como nos sentimos los que nos dedicamos a estas cosas al escuchar algunas tertulias y debates parlamentarios; o al entrar en Twitter. Obviamente, es una realidad que me trasciende y ante la cual lo único que puedo hacer es intentar mantenerme en la mesura, separar lo razonable de lo que no lo es, e identificar posibles puntos de consenso entre unos y otros. En lo que sigue me limito a cuatro.

El primero es que España no es un infierno fiscal. La presión fiscal global en España está por debajo de la media de la Unión Europea y de la Eurozona. Incluso aunque corrijamos por las diferencias en PIB per cápita. El IVA, los impuestos especiales y el IRPF son los principales responsables de este diferencial.

El segundo es que necesitamos una reforma fiscal en profundidad. Y sería más que conveniente que los partidos de Gobierno y el principal partido de la oposición se pusiesen de acuerdo en la estructura y los elementos básicos. Es perfectamente posible hacerlo y que luego uno juegue con los tipos impositivos y el resto de los parámetros tributarios para recaudar 30 puntos del PIB o 45. Madrid y Barça juegan al fútbol de manera diferente. Pero lo hacen con las mismas reglas de juego.

El tercero es que el gobierno de la Comunidad de Madrid o de Andalucía están legitimados para bonificar el 100% del Impuesto sobre el patrimonio o el de sucesiones. El marco legislativo vigente se lo permite. Solo la introducción de un suelo de tributación o la recentralización del impuesto alterarían este marco. Si el Gobierno central y una mayoría de los diputados en el Congreso considera que se debe hacer, puede hacerse. Lo que no es razonable es seguir enzarzados en una ruidosa pelea dialéctica que ya dura semanas, no soluciona nada y no deja espacio a otros asuntos mucho más relevantes desde el punto de vista recaudatorio.

El cuarto es que lo anunciado esta semana por el presidente de la Xunta de Galicia, Alfonso Rueda, no debería pillar a nadie por sorpresa. Hace un año, la Xunta anunció una estrategia fiscal y su voluntad de profundizar en ella de forma progresiva en lo que quedaba de legislatura. El cambio de presidente y las decisiones adoptadas en otras comunidades gobernadas por el PP no ha alterado esta hoja de ruta: rebaja adicional del Impuesto de patrimonio idéntica a la que se aprobó el año pasado, reducciones moderadas en el IRPF concentradas en la parte baja de la tarifa y bonificaciones muy focalizadas en medio rural o en política familiar, por ejemplo. Por supuesto, se puede estar a favor o en contra de estas decisiones. Lo que no parece muy razonable es mostrar extrañeza o interpretar la decisión como parte de una estrategia coordinada de los gobiernos autonómicos del PP adoptada las últimas semanas.