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José Manuel Ponte

Inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Las guerras de la reina Isabel

Diez días llevando el cadáver de Isabel II por todo el territorio de su reino para rendirle homenaje, parece un tanto excesivo. Y solo faltó incluir en el protocolo de los funerales aquellos países lejanos como Australia, Canadá y Nueva Zelanda en los que todavía era considerada jefa de Estado (los de la Commonwealth) para que el hartazgo resultase insufrible. Cuando se nos pidió opinión, todos estuvimos de acuerdo en señalar que la difunta tuvo un largo reinado (70 años) durante el cual fue testigo de la Segunda Guerra Mundial, de las numerosas guerras, digamos menores, que la siguieron, hasta el hundimiento de la Unión Soviética y de la guerra entre Rusia y Ucrania, que todavía no ha cesado. Y, como episodios más significativos, la guerra de Corea, la de Vietnam, la de Laos, la de Camboya, la de Francia y Gran Bretaña contra Egipto por el control del canal de Suez, la de Francia contra la independencia de Argelia, la del Congo, la de Libia, la de Irak, la de Afganistán, la del Líbano, la del Yemen, las de Israel contra los países árabes que la rodean, la de Rhodesia, la de Sudán, la de Sudáfrica, la de Angola, la de Mozambique, la de Etiopía, la de Sri Lanka, la de Nicaragua, la de las islas Malvinas entre Argentina y Gran Bretaña. Y algunas más que nos llevan a calificar el tiempo de vida de la monarca como especialmente belicoso.

En casi todos esos conflictos sangrientos participaron, en mayor o menor grado de implicación, fuerzas armadas bajo su mando, pese a que el uso directo de la gobernanza en general le correspondía por ley al primer ministro. No obstante, ser la cara amable del declinante imperio colonial también requiere habilidad y tacto.

Hija de un rey tartamudo que tuvo que hacerse cargo de la corona, muy a su pesar, tras haber renunciado a ella su hermano por casarse con una divorciada norteamericana, Isabel fue una reina guapa que escogió para casarse a un príncipe alemán también guapo y elegante, con quien convivió hasta su muerte. Su costosa “ropa de trabajo”, incluida su característica colección de sombreros, no admitía otro cambio de estilo que el del color. En el interior del bolso, lenguas viperinas de la prensa rosa londinense insinuaron que el secreto mejor guardado era una botellita de ginebra con la que espabilar el depresivo clima británico. Una costumbre heredada de la reina madre, que pasará a la Historia como la patrona de los santos bebedores de gin-tonics a la que achacaban el beneficio de su longevidad.

En esta clase de guerras domésticas derrochó ingenio para no darse por enterada de los escándalos en los que se vieron envueltos sus hijos. Que nunca parecieron entender que su privilegiada (y absurda) posición social no les permite disfrutar de los placeres del anonimato, ni relacionarse impunemente con los bellos ejemplares que abundan entre las clases populares. Quede todo eso para otros capítulos. No vamos a ser menos que los Windsor.

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