Se dice que ningún pensador ha influido tanto en la vida intelectual de los Estados Unidos como John Locke. Thomas Jefferson se inspiró en su Segundo tratado sobre el gobierno civil para redactar la “Declaración de independencia”, hasta el punto de ser acusado de plagio por uno de sus contemporáneos, Richard Henry Lee, miembro del primer Congreso de Filadelfia, quien afirmó que el texto no era sino “una copia” de un extracto del libro del filósofo inglés. Locke escribió que la vida, la libertad y la propiedad son derechos fundamentales. Aunque Jefferson, en un giro creativo y haciendo gala de su talento literario, cambió la palabra “propiedad” por una sugestiva y enigmática “búsqueda de la felicidad”, estimulando la imaginación (y la confusión) entre todos los exégetas que se han aproximado al documento. (Para ser justos, Jefferson reconoció en varias cartas, una de ellas escrita al propio Lee, que nunca pretendió proclamarse el fundador de una escuela de pensamiento filosófico sino de servirse de una que reflejara con mayor exactitud y elocuencia “la mentalidad americana” del momento).

Considerado como el padre del liberalismo clásico, Locke, a cuyas ideas recurrieron los fundadores de Estados Unidos para elaborar el credo de la nación independizada (derecho a la revolución, separación de poderes, libertad religiosa), nunca pisó el continente americano y, según ha descubierto la historiadora Claire Rydell Arcenas, sus libros, curiosamente, tampoco se editaron a este lado del Atlántico entre 1773 y 1917. A pesar de que nunca dejó de ser una celebridad (lo siguió siendo durante aquellos años sin ediciones locales), el autor de Ensayo sobre el entendimiento humano, como demuestra Arcenas en America’s Philosopher: John Locke in American Intellectual Life, no siempre significó lo mismo a lo largo de la historia.

Locke fue una autoridad intelectual durante el periodo revolucionario; sus obras formaban parte del programa de la Universidad de Harvard y se citaba con frecuencia en los discursos de la época. Pero Arcenas asegura que Locke, en el siglo XVIII, estaba por todas partes; su nombre aparecía en los diarios, los periódicos y las cartas privadas. Y no solo se recurría a él para reflexionar sobre el sistema de gobierno, sino también para realizar las tareas domésticas. Las madres educaban a sus hijos siguiendo las sugerencias del ensayista, desde la mejor manera de cultivar la amistad y acumular conocimiento hasta cómo lavar los pies de los niños (en agua helada) y desarrollar estrategias eficaces para afrontar la controversia o evitar ciertas frivolidades.

La admiración por Locke continuó a lo largo del siglo XIX, manteniéndose como referente moral y genio del pensamiento jurídico. Cuando llega el siglo XX, a la luz de los totalitarismos nazi y soviético, algunos historiadores acudieron a él para explicar por qué esas ideologías nunca lograron prosperar en el país y, en la Guerra Fría, la intelectualidad lo rescató para reforzar (y en cierta medida crear) su propia tradición política frente a la amenaza del comunismo. Arcenas menciona una interesante tribuna de los editores de la revista "Life" en la que estos, señalando con indisimulada envidia “la ventaja” que tienen los soviéticos al tener mucho más claro que sus enemigos cuáles son sus libros de referencia y sus autores de cabecera, se lamentan de que, en la potencia capitalista, “Locke se pudre en las bibliotecas y Jefferson se ha reducido a una serie de frases ingeniosas del Cuatro de Julio”. En cuestiones de política interna, sin embargo, el inglés parece que sirvió para causas enfrentadas; hubo algún senador que lo invocó para defender la ley de los derechos civiles y algún otro que lo hizo para oponerse a ella.

El Locke de nuestros tiempos, sin embargo, es otro personaje distinto, muy presente en los programas de televisión por cable y en los think tanks de Washington DC. Arcenas dice que uno puede encontrar el Segundo tratado sobre el gobierno civil en las bibliotecas de los libertarians, entre catálogos de armas de fuego y libros escritos por periodistas conservadores. Locke, en definitiva, se ha hecho de derechas, o al menos de una determinada derecha interesada en defender el libre mercado y la Segunda Enmienda. Incluso hacen bromas con ello en la serie Parks and Recreation. Locke, un hombre del siglo XVII, evidentemente, no estaba pensando en esos asuntos cuando escribió su famoso libro (ni siquiera pensaba, contra lo que se ha dicho, en la Revolución gloriosa de 1688, a pesar de que se interpretó como una justificación de dicho acontecimiento, porque lo escribió unos pocos años antes de que se produjera), pero conviene recordar que la derecha estadounidense es muy peculiar: son unos conservadores que quieren conservar una revolución.

Locke está asociado al mito fundacional de los Estados Unidos y sus libros, como sucede con la Constitución o la Biblia, se han convertido en un fetiche; no hace falta abrirlos (mucho menos leerlos y no digamos estudiarlos) para promover públicamente una interpretación sesgada de los mismos. El capital simbólico del autor ha eclipsado la obra; su legado también es, por lo tanto, un producto del merchandising. Locke es el filósofo del que todos se quieren apropiar. Ahora sus célebres ensayos sirven como objetos de decoración, junto con las banderas y los eslóganes patrióticos, en la casa de un ciudadano orgullosamente politizado.