Como se ha visto estos días en los medios de comunicación y en la reacción de los líderes de distintos países, la muerte de Isabel II no solo ha conmovido a los ciudadanos británicos. Debido a la extensa duración de su reinado (setenta años en el trono), unas cuantas generaciones en todo el mundo se acostumbraron a contemplarla como una presencia inamovible, veterana en los libros de texto y protagonista de la actualidad, personaje en la historia política de la segunda parte del siglo XX y heroína en las ficciones de Netflix. Ella representaba, para muchos, uno de los últimos eslabones que unía el mundo de ayer con el mundo de hoy; la constatación de que todavía vivimos en unos tiempos sólidos, más o menos reconocibles. Isabel Windsor era una mujer sabia que cautivaba a los primeros ministros y a las estrellas del rock, que resistió a los múltiples escándalos de sus parientes y a la traumática desaparición de un imperio.

El respeto que provocaba (incluso entre los ciudadanos de las antiguas colonias) podría deberse sobre todo a sus cualidades personales, transformadas de una manera instintiva en virtudes para el cargo, no solo porque le proporcionó humanidad a una forma de gobierno que, pese a gozar de buena salud en su país, no tiene por qué resultar siempre incuestionable, sino porque cumplió con dignidad la misión que inesperadamente le encomendaron. Y esa combinación es, en esencia, el secreto del éxito de una monarquía parlamentaria: ajustarse al papel institucional y estar a la altura de las circunstancias. En suma, reinar con el ejemplo y representar al pueblo, pero sin tener nada que ver con el pueblo. Honradez y protocolo. Liderazgo y neutralidad.

"Ella representaba, para muchos, uno de los últimos eslabones que unía el mundo de ayer con el mundo de hoy"

Que Isabel II pudiera sobrevivir a diversas crisis palaciegas y tragedias familiares (divorcios, infidelidades, casos de espionaje como el de Anthony Blunt, muerte de Diana de Gales, etc.), así como a turbulentos procesos políticos y militares (pérdida de las posesiones africanas, invasión del Canal de Suez, el conflicto de Irlanda de Norte, el referéndum de independencia de Escocia, el Brexit, etc.), manteniendo un alto nivel de popularidad tanto en los países de la Commonwealth como en el extranjero, además del mérito que se le puede atribuir a la persona, también nos dice algo acerca de quienes la han estimado y ahora la lloran.

Sabemos que estamos viviendo momentos de mucho ruido e inestabilidad, de gran incertidumbre política. Parece que algunos líderes son premiados por su histrionismo y su vulgaridad, por ser incapaces de guardar las formas. Parece también que cuanto más disparatadas sean las ideas y propuestas de un candidato, más oportunidades tendrá de salir elegido. Resulta comprensible entonces que, en plena efervescencia de estos populismos, se extrañe la buena y aristocrática educación de quien supo asumir que el Reino Unido iba a perder un poder inmenso sin lamentarse melancólicamente de que le habían arrebatado su grandeza. Aquí, en Estados Unidos, donde hicieron una revolución para liberarse del yugo de sus ancestros, las banderas ondearon a media asta.