Lejos de buscar una escandalera, que en estos tiempos, cuando la imagen de buena parte de los políticos está por los suelos –lo que facilitaría el éxito, caso de intentar sólo el ruido–, hay que darle a ese asunto de los teléfonos móviles para el Congreso, y después quizá el Senado y los Parlamentos autonómicos aunque acaso a nivel más modesto, la importancia que tiene. Y que, como mínimo –y desde un punto de vista personal– es la de un gesto inoportuno y, además, alejado no ya del paisaje económico y el paisanaje que lo contempla y padece, sino incluso insolidario. Porque la solidaridad no es sólo una cuestión de apoyar a quienes lo necesitan, sino cuidarse de no provocar algún tipo de actitud que transmita elitismo, desigualdad o ventajas indebidas.

Es cierto el argumento de que los/as diputados/as, en el ejercicio de su cargo, pueden tratar asuntos “sensibles· –en varios de los sentidos que caben en el concepto–, y por tanto necesitan algún tipo de garantías para evitar espionajes –del tipo Villarejo, “Pegasus” o a saber cuáles otros, que hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad–, pero seguramente eso podría hacerse con sus propios teléfonos debidamente “blindados” por los especialistas correspondientes. Lo que es incomprensible es que cuando todos –y todos los políticos auténticamente responsables– reclaman a la población esfuerzos y sacrificios, ahorro energético y de otros tipos, sus señorías aprueben un presupuesto superior a 1.200.000 euros para disponer de un móvil muy caro y multiusos, incluidos los particulares. Donación para asesores y otros.

Hablando de los beneficiados, es casi doloroso que de los 350 titulares de actas, más sus entornos, solamente hayan renunciado al regalo los representantes de un partido, Ciudadanos, actualmente en la agonía, dicho con todos los respetos. Los otros, hasta ahora, se han limitado a estirar la mano y aguardar la entrega del obsequio, buscando motivos para eludir la crítica, pero en el fondo acogiéndose al antiguo lema del “ande yo caliente y ríase la gente”. Entendiendo por risa lo que en realidad es protesta ajena. Y conviene insistir en que no se pretende escandalizar ni exagerar, pero tampoco evitar críticas a lo que está muy lejos de ser una simple anécdota. Tan repetida que más parece categoría.

Hace ya bastante tiempo, no pocos expertos –de los de verdad, sin comillas– en el análisis político coinciden en que uno de los aspectos que más aleja a quienes practican esa profesión es su creciente carácter de profesión bien remunerada. Por supuesto, ninguno critica el hecho de que perciban una retribución, pero discuten algunas cuantías y rechazan la larga serie de canonjías que acompañan al salario. Por ejemplo, los viajes gratis en transporte público, la gratuidad en materia de peajes o el abono de los párking en viaje oficial y, ya de mayor calibre, las ventajas en cuando a jubilaciones, compatibilidades concretas o la percepción vitalicia tras ocupar determinados cargos, no necesariamente de presidencias, además de coche, chófer, guardaespaldas y demás.

Son demasiados gestos que justifican la percepción, muy extendida a estas alturas, de que existe un abismo –económico, social e incluso profesional– entre los representados y la mayor parte de los representantes. Por más que se niegue o se pretenda explicar con razones que, como lo de la “dignidad del cargo”, podrían aplicarse a no pocas actividades públicas o privadas. A no ser que alguien sostenga que la Política es más digna que la Medicina, la Justicia o la Educación, y ninguna de estas profesiones percibe, por ejercerse, un plus. Por eso se entiende lo que afirman no pocas voces: que, en el fondo, el antiguo arte de la política es hoy en día un chollo.