La muerte de Isabel II no solo es algo que nunca había ocurrido, sino que atendíamos a nuestros quehaceres cotidianos como si nunca fuera a ocurrir. De hecho, se barajaba la abdicación impuesta de la soberana ante el riesgo de que la inmortalidad fuera más allá de una presunción avalada por la experiencia. Fue una Reina Victoria sin imperio, su carisma mudo no es hereditario porque el único mérito de Carlos de Inglaterra consiste en haber logrado ser más viejo que su madre.

Isabel II ocupa una posición sobresaliente en el capítulo de las cosas que sucedían cuando todavía no habíamos nacido. Más del noventa por ciento del planeta no ha conocido a otra Reina, donde se evita una adscripción biográfica porque un referéndum sobre la validez global de la monarquía británica arrasaría en el resto del planeta. El resultado sería más ajustado en el Reino Unido. La longevidad ayuda, y la soberana puso a prueba la reversibilidad del "Dios salve a la Reina", porque Isabel II parecía la garante de la eternidad de la divinidad.

Por algo los Sex Pistols cantaban en los setenta que "Dios salve a la Reina/ Ella no es un ser humano". Hoy la banda de Sid Vicious es edulcorada por una producción de Disney, que coloca la revolución punk a la altura de tebeo que merece, mientras Isabel II mantiene la condición de alienígena. El éxito de The Crown para Netflix se basa en que ninguno de los escándalos sucesivos narrados provoca una mínima melladura en la efigie regia. La telenovela iconoclasta ha reforzado la cotización de la monarquía británica. No es el momento ni el lugar de hablar de la Familia Real española, pero no existe un proyecto televisivo que lograra mejorar ni empeorar la escasa pasión que suscita.

Gore Vidal sostenía en referencia a Truman Capote que "morirse es una gran idea desde el punto de vista de la carrera profesional", pero su lengua viperina nunca pudo imaginar los niveles de descrédito fúnebre que se alcanzarían en décadas sucesivas. Con el precedente de la liquidación por derribo de Gorbachov, urge plantarse para que Isabel II no sufra un trato póstumo tan injusto como el ciudadano soviético que cambió la historia de la humanidad. Todos los estadistas espaciotemporales pueden ser colocados en la picota sin compasión. El problema de criticar a Gorbachov con más saña que a Putin es que se ennoblece al segundo, sin olvidar que es el objetivo perseguido por los nostálgicos del comunismo, tan fortalecidos en la España de los cinco tenedores que Pedro Sánchez debería incluirlos entre sus objetivos clasistas a abatir.

La demolición de Gorbachov con la saña que merecen sus sucesores implica colocarlos en pedestales equivalentes, una injusticia flagrante. Fue un titán a la altura de Mandela o deIsabel II, en el caso que nos ocupa.

Conviene recordar que todos ellos se excedieron en sus prerrogativas, y que vienen marcados a fuego por las corrientes más sanguinarias del siglo XX. El estalinismo de un presidente que hizo cola para postrarse ante los restos mortales de Stalin, la conjunción colonialista de la espada y la religión, o el terrorismo de reivindicación racial. Al redimirse, los gigantes citados salvaron al mundo, incluso de sí mismos.

Por si alguna Familia Real desea matricularse, no existe una Academia Isabel II equivalente al colegio Hogwarts de Harry Potter para magos y hechiceros. Simplemente, si has inaugurado tu carrera política despachando contra un hostil Winston Churchill en los años cincuenta, a continuación puedes contemplar con displicencia al resto del elenco. Si te has estrenado con Mariano Rajoy, pues eso. Tras la muerte de Lady Di, a la que su suegra consideraba más disolvente para el futuro de "la Firma" que la propia Meghan Markle, la Reina recibió la visita del hipócrita Tony Blair. El primer ministro pseudolaborista, antes de ascender a millonario, le endilgó un discurso faltón:

-Qué voluble es la opinión pública, Majestad.

La gran dama aceptó el desprecio y lo encajó con deportividad en aquel 1992. Ya tendría tiempo una década después de tomarse cumplida venganza, y de devolverle la moneda a un Blair atascado en una tercera vía sin salida.

Desprendía una extraña calma, una tozuda determinación. No necesitó matar a Lady Di, según pretendía el padre clown de Dodi al Fayed, un novio sin ninguna personalidad a la altura de la princesa de Gales. Para empezar, Isabel II admitió ante el Parlamento que había sufrido un annus horríbilis, aunque situó la expresión en un intercambio epistolar. A continuación, remendó sus poderes con la confianza de quien ha salido indemne de un encontronazo con Churchill. De nuevo, puede comparar con las Familias Reales asesoradas por mediocres innobles que les impiden reconocer el mínimo error.

"Viva Isabel II" es lo contrario de un manifiesto monárquico, tal como se entiende por estas latitudes. La Reina fallecida no hubiera tolerado boquiabierta el discurso golpista pronunciado por la cúpula judicial, con un cuchillo entre los dientes. Cualquiera puede conquistar el poder, sobre todo cuando es hereditario, como le suelta su esposa en la ficción a Javier Bardem en El buen patrón. Ahora bien, mantenerse setenta años en el cargo con un criado que aguanta entre las manos una bacinilla donde se escupe el agua con la pasta de dientes, requiere de unas dotes excepcionales. Sin ninguna figura de la talla de Mandela, Gorbachov o Isabel II, este planeta se convierte en un lugar más tenebroso.