“Me hace ilusión” es una frase de una época en la que mediaba un tiempo entre lo que se deseaba y conseguirlo. Ahora todo lo “queremos ya” y antes la demora se consolaba con la ilusión. Algunos morían con ella mantenida hasta el final: “No pudo cumplir la ilusión de su vida”. Aun así, había que ilusionarse con moderación o se recibía la áspera reconvención de que “sólo vive de ilusiones el tonto de los cojones”, el refrán de los desilusionados.

La ilusión advierte de lo que es: “Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos”. Esta es la más literal de las acepciones. En latín, ‘illudere’ es burlar, engañar.

La ilusión funciona una y otra vez y es lo penúltimo que se pierde. Se diferencia de la esperanza, lo último que se pierde, en que ésta tiene que ver con la realidad. La esperanza es “ese estado de ánimo que surge cuando se presenta como alcanzable lo que se desea”. Cabe esperar lo que se espera por esperanza. La ilusión engaña.

Parecería que la larga cadena de incertidumbre que va eslabonando el siglo no permite la ilusión, pero los políticos ofrecen “proyectos ilusionantes” a los ciudadanos. Cuando la realidad no es favorable la ilusión funciona muy bien. La nueva primera ministra británica, Liz Truss, se libró de su rival conservador, el exministro de Economía, Rishi Sunak, porque él proponía rigor y medidas dolorosas y ella ofreció optimismo sin promesas. Ilusión, engaño.

Como la economía de este otoño viene de nalgas y el gobierno va de culo en las encuestas, el presidente Pedro Sánchez quiere ilusionar y dejar de cenizo al líder popular Alberto Núñez Feijóo en su agorera y refunfuñante oposición. Esta semana, Sánchez reunió a 50 ciudadanos en La Moncloa para que le contaran sus problemas. Salió en todos los informativos. Ahí entra el ilusionismo, que antes se llamaba magia. Esa modalidad es lo que se llama magia de cerca y “El hormiguero” la retransmite por televisión. Ilusionismo, engaño.