Si desde el punto de vista corporal el ser humano se encarna en una máquina tan compleja que produce asombro, desde el punto de vista espiritual es capaz también de asumir tan variados intelectos que ratifican el calificativo de “creación-prodigio” que merece el ser humano como conjunto de cuerpo y alma.

Alguna vez me he detenido, por supuesto con las características propias de un artículo periodístico, en la increíble minuciosidad del cuerpo como objeto viviente y en la asombrosa perfección de todos los elementos que lo conforman. No estoy seguro pero creo que la última vez fue para exponer mis propias ideas sobre la polémica entre el creacionismo y el evolucionismo como explicaciones del origen de la vida humana. Hoy me van a permitir, en cambio, que diga algo sobre nuestro “yo” espiritual, la forma personal e intransferible de ser que tenemos cada uno.

Pues bien, lo primero que observo es que no habiendo dos seres humanos exactamente iguales y que hay tantos “yo” distintos como sujetos vivientes, el patrón “vida” o circunstancia vital, en sentido orteguiano, que ha servido para conformar los distintos “yo” de cada uno, es muy similar.

Con esto quiero decir que, siendo el “yo” de cada uno específico de él y de nadie más, el patrón de la circunstancia orteguiana que se traduce en las distintas etapas a través de las cuales se forma la existencia de todos nosotros es más o menos semejante. Veamos.

Lo más probable es que nuestra vida –el patrón vida– haya sido planificada, aunque es difícil imputarle a alguien la autoría. Pero cada vida, todas las vidas, con las naturales especificidades de tiempo y lugar, coinciden en que a poco que uno vuelva la vista reflexivamente hacia lo que lleva vivido, advierte que su “yo” de hoy es muy diferente al de sus primeros años y que, lejos de haber experimentado cambios bruscos y muy marcados, su manera de ser se ha ido haciendo poco a poco e imperceptiblemente.

En el devenir en que consiste nuestra vida, en el que más que ser estamos siendo constantemente, el primer abrazo que recibimos nos lo da la inocencia. Ese estado en el que, como dice el Diccionario de la RAE, el alma está limpia de culpa. Por eso, en nuestros primeros años, sea cual sea la atmósfera que nos rodee, incluso aunque se trate de la más atormentada y hostil, expelemos candor. Es la edad de la inocencia, de la ingenuidad, de la pureza de ánimo, de las ilusiones, porque la exposición al virus maligno que portan los adultos no ha sido todavía lo suficientemente intensa como para contagiarnos.

Pero a medida que crecemos, lo que ganamos en altura lo vamos perdiendo en ingenuidad. Y esto no es algo que le suceda solo a alguno de nosotros, sino que es un mal que sufrimos todos, como si tuviéramos que recorrer un camino común que nos conduce indefectiblemente a volvernos, cada vez, más resabiados. Comprenderán ahora por qué hablo de patrón: porque es algo que nos afecta y nos va conformando a todos.

“Los niños, sin dejar de serlo, entran muy pronto en contacto con el mundo de los adultos; copian nuestros peores defectos y se vuelven progresivamente más maliciosos”

Lo reseñable es que se trata de un camino que no se tarda mucho en recorrer: apenas lo que dura el período de nuestra vida que llamamos infancia. Y si me apuran, hasta diría que cada vez dura menos tiempo. Lo cual se debe, no a que el tiempo transcurra ahora más deprisa que antes, sino a que en la época que nos está tocando vivir, los niños, sin dejar de serlo, entran muy pronto en contacto con el mundo de los adultos. Y como aquellos tienen una gran capacidad de absorción y aprenden al imitarnos, nos copian también nuestros peores defectos y se vuelven progresivamente más maliciosos.

Iniciado a tan temprana edad el camino de la malicia, ya no es fácil volver a sentir una sana ilusión por algo. Porque la vida parece mostrar que se saca más partido por caminar torcidamente que por andar derecho, que es más útil mentir que decir la verdad, ser un sinvergüenza que ser honrado, envidiar y desacreditar falsamente a los demás que reconocerles todo el crédito y el honor que se merecen y, en fin, conducirse sin respetar los valores que comportarse éticamente. En este discurrir tan tortuoso, al arribar al puerto de la madurez, las decepciones han sido tantas y de tal envergadura, que no es extraño recelar de casi todo.

Es entonces cuando empieza a invadirnos esa sensación “de estar de vuelta de la vida” que nos induce a desconfiar de todo lo humano. A pesar de que como dice Antonio Machado en su Juan de Mairena, hay que desconfiar de los que dicen estar de vuelta de todo porque no han ido a ninguna parte. Y es que nos estamos dejando deslizar peligrosamente por la pendiente del relativismo. Porque es más fácil dejarse ir por el tobogán de la indiferencia que armarse del valor suficiente para hacerle frente.

Pero si es cierto que vivir acaba conduciendo al escepticismo de “Diógenes” de buscar hombres con un candil, no lo es menos que en nuestra vida anida lo que suele ser más auténtico: el amor de la familia y el tesoro de la verdadera amistad. Pero estos “antídotos” que pueden ayudarnos a contrarrestar los efectos negativos del escepticismo no los generamos de manera espontánea y por el solo hecho de nacer. Hay que cultivarlos, hay que reflexionar y construirse cada uno su escala de valores, y cuando tengamos la inmensa fortuna de poseerlos, no hay que dejar de cultivarlos convenientemente a lo largo de la vida. Abonar nuestra vida con el valor del esfuerzo, la magnanimidad, la generosidad y la franqueza puede hacer que cambie su sentido, de tal modo que nuestras vidas se acaben volviendo, como las flores del girasol, hacia el lado luminoso de nuestra existencia. Como escribió en el Profeta Gibran Khalil Gibran, “en vuestra ansia por alcanzar vuestro Yo-gigante está vuestra bondad; y esa ansia está en todos vosotros.”