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Profetas en tierra ajena

Gorbachov estaba devaluado en Rusia y era admirado fuera. El buen cartel exterior no asegura el éxito interno

Mijaíl Gorbachov estaba tan devaluado en Rusia como admirado era fuera de su país. La perestroika (reestructuración) y la glasnost (transparencia) acabaron mitificándolo en todo el mundo salvo en la antigua Unión Soviética, donde uno y otro concepto no obraban la magia de poner a diario un plato de sopa borsch encima de la mesa. La libertad era cosa importante, pero aún lo era más tratar de apañarse unos blini para el almuerzo, aunque la inmensa mayoría de aquella URSS de sus últimos días no sabía de alta cocina más allá de cualquier menú hipercalórico al que se pudieran añadir remolacha y pan de patatas. El caviar y el vodka eran una ganga que no pasaba más tiempo en manos de los rusos que lo que tardaban en venderlo de estraperlo a los turistas occidentales. La población tiene sus preferencias, y alimentarse es una de ellas.

A partir de la caída del Muro de Berlín, el prestigio de Gorbachov, labrado a partir de la democratización del antiguo bloque comunista, fue creciendo en occidente en sentido proporcional al descrédito al que lo arrumbaron Boris Yeltsin, primero, y luego Vladímir Putin; y en la misma medida en que el poder de los vor v zakone (ladrones en ley, la mafia rusa) desplegaban su influencia en las instituciones como una hidra de siete cabezas. Conforme los acontecimientos se sucedían en aquella incipiente Federación Rusa, los historiadores occidentales pusieron a Gorbachov en puestos de honor en bibliotecas y librerías, de modo que la figura del que fuera secretario general del PCUS se agrandaba en Europa y EE UU al tiempo que menguaba en su patria.

Ocurre muy a menudo que los gobernantes viven en una dimensión del tiempo y el espacio de tan pocos metros cuadrados que no logran entender cómo siendo respetados, a veces admirados y en algún caso idolatrados más allá de las fronteras nacionales, su gestión dentro de casa anda de continuo discutida y puesta en entredicho. José María Aznar metió en una guerra a España y viajó a las Azores a hacerse una foto con Bush y Tony Blair mientras las calles españolas se llenaban de ciudadanos en contra de aquel conflicto. ¿Cómo es posible que a día de hoy no añoren los ciudadanos los años de su administración cuando llegó a poner las piernas encima de la mesa del rancho del presidente de los Estados Unidos, fumándose un puro al lado de Schroeder y Chirac?, debe de andar preguntándose todavía el expresidente.

Años antes, Felipe González no se había quedado corto. Amigo de Willy Brandt y de François Mitterrand, oposición y medios de comunicación no dudaron en poner en tela de juicio su inclinación a la política internacional en menoscabo de las cuestiones internas. A la vista de los avances de España en asuntos exteriores, la querencia de González por propósitos del extranjero colocó al país en una posición de respeto frente a las potencias foráneas, lo que no evitó que su partido perdiera las elecciones. Al PP, que heredó con Rajoy los tiempos de Aznar, le ocurrió otro tanto tras los atentados del 11-M como consecuencia de la participación española en aquella guerra contra Sadam, lo cual evidencia que por muy centelleante que brille la política exterior, no hay político que resista una economía en declive o que tome al pueblo por tonto para salvar su pellejo.

Los asesores de Pedro Sánchez no han dejado pasar la oportunidad de potenciar el perfil internacional del presidente del Gobierno, que acaba de sentarse en el Consejo de Ministros de Alemania. A nadie cabe duda de que es una buena noticia y que merece, al menos, una breve reflexión sobre dónde estamos y dónde hemos llegado: España dando consejos a Alemania sobre gestión de crisis energética; la cristianodemócrata y nada socialcomunista Ursula von der Leyen asumiendo que debe haber una intervención de emergencia en el mercado eléctrico para abaratar la factura de la luz; Europa doblando la rodilla ante la excepción ibérica de la energía; hechos que por lo inusitado y relevante colocan a Pedro Sánchez en una posición notable en el tablero internacional.

Todo bien. Quedan por delante el control de la inflación, el mantenimiento del empleo, los alquileres para jóvenes, la reconstrucción del tejido empresarial, la distribución de los fondos europeos, la excesiva carga fiscal, etcétera, además de una oposición que pone piedras en la rueda y se sienta a esperar. Que el brillo internacional no le deslumbre dentro de casa.

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