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Javier Sánchez de Dios.

Crónica Política

Javier Sánchez de Dios

El “cajonazo”

Esto de la política, que lo abarca ya casi todo de una u otra manera, tiene –quizá por eso– un margen en apariencia inagotable para las sorpresas. Y algunas son tan grandes que dejan perplejos hasta a los más experimentados observadores. De esos que creen haber visto ya todo cuanto el oficio puede abarcar incluyendo también los sustos. Uno de ellos, en sentido figurado, es el que se deriva de la noticia que acaba de publicar este periódico acerca de las finanzas de los concellos gallegos. Las de verdad, claro, porque si se juzga por las cifras, es evidente que en las administraciones municipales abundan las prácticas, por lo menos las contables, de Antoñita la fantástica.

Es cierto que desde la reforma de la L. R. L. que llevó adelante el añorado Gobierno de Felipe González, restándole capacidad de acción a los funcionarios de cuerpos nacionales entregándosela a los políticos las cosas cambiaron, y algunas para mal. Y también lo es –cierto– que no en todos los ayuntamientos pasa lo del desorden financiero, matiz que ha de acompañarse con el de que no se trata de prácticas ilegales, sino de trucos burocráticos que a veces sirven tanto para un roto como para un descosido. Por ejemplo, el que narraba FARO, referido al sistema de guardar en un cajón –se supone cerrado y olvidado– para permitir los juegos malabares de los responsables en abonar facturas de proveedores.

Por citar el mismo ejemplo de “eficacia”, que no eficiencia, en los balances económicos que describía el periódico, ese lugar de almacenaje documental permite cuadrar las cuentas de un periodo concreto. Pero las cifras totales de los cajones obligan a tomarse en serio el caso: en el primer trimestre, el aumento del truco fue del 41% y el valor total de las facturas pendientes rozó los 40 millones de euros. Y, peor aún, el método perjudica más a los ciudadanos que no utilizarlo dañaría a los concellos implicados. Además de que la situación obliga a otras reflexiones, referentes, por expresarlo de algún modo, a algo que parece estar olvidándose en la praxis habitual y que se llama moral pública.

La primera observación es que mientras los municipios en que se detectan esas prácticas lo hacen quizá con impunidad, cualquiera de sus habitantes, caso de impago o retraso, es sancionado con recargos y/o multas cuya firma debería enrojecer el rostro de quienes las rubriquen. La segunda, sobre la frivolidad con que se aplica el método, que probablemente pone en muy serias dificultades a los deudores que no ven pagados a tiempo sus servicios y que, en su caso, no pueden acudir, como quienes no les pagan, al sistema del –y hay que andar con pies de plomo para no errar la primera vocal– “cajonazo”. Es decir, meter donde no se vean las notificaciones correspondientes a sus deudas.

Expuesto toso ello, que no es sino un punto de vista personal, no debe quedar en el tintero otra llamada a la conciencia “didáctica” de la política bien entendida. Y es que las federaciones municipales y provinciales –la española como la gallega– que frecuentemente reclaman del Estado o las autonomías más recursos y una reordenación de sus derechos y obligaciones, podrían, deberían quizá, ocuparse de poner orden en su mundo. Porque no tiene demasiado sentido exigir a otros que hagan lo que ellas no parecen atender con eficacia. Y aunque el mejor escribano echa un borrón, cuando ocurre hay que corregirlo y procurar que no se repita. El “cajonazo” no es el mejor remedio.

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