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Rosa Ribas

Deportes de verano (cara B)

Hace unos días rememoraba cómo los veranos de mi infancia estaban asociados a determinados acontecimientos deportivos. Unos se repetían cada año, los campeonatos de atletismo, los de natación y, sobre todo, el Tour y la Vuelta. Otros tenían el aura excepcional que adquieren los eventos que tienen ciclos largos, como las olimpiadas.

Los corredores del Tour, esforzados y sudorosos, embutidos en sus maillots, tenían un efecto similar al de los niños de San Ildefonso, nerviosos, repeinados y también embutidos en sus chaquetillas. El 22 de diciembre te despertaba la cantinela de las vocecitas y te tomabas el Cola-Cao o el Nesquik –tuvimos fases de grumos y fases de velocidad– con esa musiquilla de fondo que te reafirmaba número a número que sí, que tenías vacaciones y que al final habría también regalos.

Cada interminable retransmisión del Tour te recordaba que no solo era verano, sino que quedaba mucho verano por delante.

Estos mitos de la infancia son poderosos. Ha costado mucho degradarlos: mucha corrupción, muchas trampas, mucho dopaje. Mucha mierda, en definitiva. Solo desde la nostalgia puedo salvarlos del efecto destructor de la realidad. Y ahora toca destruirle a otra persona su mito deportivo infantil.

Mi ahijada, S., es la hija de unos de nuestros mejores amigos en Alemania. S. nació en 2006, el año en el que la Copa Mundial de fútbol se celebró en Alemania. Desde ese campeonato, un grupo de amigos de Francfort nos juntábamos cada dos años para ver fútbol juntos, fuera el campeonato mundial, fuera el europeo. Era un grupo heterogéneo, con alemanes, italianos, españoles, turcos, argentinos. Jugábamos una porra, con reglas complicadas que nadie acababa de entender excepto quienes se las inventaron, alemanes, claro. Las apuestas se hacían en una hoja de Excel. ¿He dicho ya que los inventores del sistema de reglas eran alemanes? El premio: el nombre del ganador grabado en una típica jarra de sidra de Francfort. Una jarra de cerámica gris azulada, feúcha pero sólida y digna.

Durante los campeonatos nos reuníamos en casas de unos u otros o en bares para comer y beber mientras veíamos el fútbol. Y S. siempre estuvo allí. En la Eurocopa de 2008, la que se celebró en Austria y Suiza y ganó España, ella ya entendía que los gritos de “gol” –tor, en alemán– eran algo bueno. Veía que la gente saltaba, brindaba, se alegraba y ella gritaba solo para ver esas reacciones con más frecuencia, porque es lo que tiene el fútbol, que los partidos son largos y los goles suelen ser pocos. En el Mundial de Sudáfrica, de 2010, aprendió que no nos gustaba el juego defensivo y la palabra catenaccio se convirtió en palabrota.

“Desde que se sabe cuántas muertes ha costado levantar estadios en Catar, hemos decidido que nosotros no jugamos”

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Con el tiempo, el grupo de amigos que nos encontrábamos para ver fútbol juntos cambiaba. Algunos se marchaban a vivir a otras ciudades o países. Otros se incorporaban. Seguíamos jugando la porra de reglas complejas, aunque después de cada campeonato alguien proponía cambiarlas. Algo que hasta ahora sigue sin ocurrir.

A partir del mundial de 2014 en Brasil, el que ganó Alemania, S. empezó a participar en las porras. Su criterio era más bien curioso: apostaba por países cuyo nombre le parecía gracioso, como Bélgica, o por equipos en los que los jugadores le parecían guapos, como Francia. Nunca por Italia por el tema catenaccio. A medida que S. iba creciendo, mejoraba algo su comprensión del fútbol y sus criterios cambiaron, excepto en su aversión por el fútbol italiano, que no conseguimos quebrar a pesar de que el fútbol italiano algo sí que ha cambiado. Aunque, en plena adolescencia, lo más probable es que S. lo haga por incordiar.

Para ella, los campeonatos de fútbol cada dos años en verano son fechas esperadas. Significan reuniones bulliciosas, comidas y cenas a horas extrañas, según el país desde el que se retransmite, la foto triunfal de quien gana la porra levantando nuestro trofeo feúcho.

Por eso ahora le cuesta aceptar, por más que lo entienda, que este año ni veremos los partidos del Campeonato del Mundo en Catar ni habrá porra. Porque desde que se decidió la sede, desde que toda la corrupción saltó a la vista, desde que se saben las condiciones de esclavitud de los trabajadores que han levantado los estadios, desde que se saben cuántas muertes ha costado, desde que sabemos hasta qué grado de degradación se ha llegado, hemos decidido que nosotros no jugamos. Seguro que a los organizadores nuestro gesto les importa menos que nada. Pero no vamos a llenar nuestro pequeño trofeo de mierda.

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