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Era nuestra protagonista una mujer de inteligencia. Que además entendía que la fama y la gloria, y sobre todo el éxito de una empresa, nunca son fruto de la pusilánime quietud del timorato y sí de la férrea voluntad y arrojo de no permitir ser intimidada por las adversidades. Y a fe que muchas fueron las que le retaron; tantas como las que pasaron por el filo de una firmeza absolutamente inquebrantable. Pero antes pongámonos en situación.

Nos remontamos al año 1540, allí nos encontramos con un Carlos I totalmente acongojado por las noticias que le llegaban desde el Paraguay, más concretamente desde Asunción. En aquellas tierras se había instalado un grupo de paisanos que mandados por el vasco Domingo Martínez de Irala hacía las delicias a las lugareñas. Era ésta la sobrancera tropa, el nombre le venía como anillo al dedo, que bajo el mando de Pedro Mendoza había dado con sus huesos en aquel vergel, después de acometer la conquista del Río de la Plata y de fundar por primera vez la ciudad de Buenos Aires, entonces Santa María del Buen Aire. El caso es que entre la espléndida lozanía y belleza de las guaraníes y el bravío de aquella muchachada las rigideces sociales se habían relajado, digamos que lo suficiente, como para hacerles caer en pecado. Hasta tal punto llegaba el desenfado que la desproporción entre aquellas y estos había caído a un estable equilibrio de veinte a uno. Ellas lo aceptaban, y de ellos tampoco han llegado quejas. Al parecer, los placeres de la convivencia y la coyunta les mantenían gratamente entretenidos.

Sin embargo, como la felicidad nunca es completa, aquel relajo en las ataduras sociales, que al parecer atentaba a las Leyes de Indias y la moral cristiana, quizás algo de envidia hubo también de por medio, llevó al rey a enviar a Alvar Núñez Cabeza de Vaca a que pusiera orden en aquel vergel. Sin embargo, a menudo las cosas no salen como se planean y los chicos de Irala, quemados en tantas guerras como ofertas incumplidas, no estaban por la labor de volver al redil, y mucho menos de verse privados de tan exuberantes placeres terrenales, considerando que a su edad los otros siempre se ven más distantes; en todo caso, con tiempo por delante para expiar pecados y deslices. El caso es que el bueno de Cabeza de Vaca se fue como llegó, y al final acabó desterrado en Orán e Irala convertido en Gobernador.

Superada la sorpresa y como de la necesidad nace la virtud, decide el monarca cambiar de estrategia, manda preparar una expedición de ochenta mujeres, todas ellas en edad de merecer y con buen estado de presencia, con la misión de llegar a Asunción y hacer entrar en razón a tan díscola y disoluta tropa. A grandes males, grandes remedios, debió pensar, y qué mejor que las propias extremeñas, mujeres de una recia y bien reconocida virtud, para embridar tanto empuje y aquel desbocado albedrío. De este modo, además de encauzar tanto desenfreno, se aseguraría una descendencia peninsular entre tanto mestizaje. Baste recordar que Irala “declara y confiesa ante Dios ser el padre de los hijos de siete mujeres indígenas, a los que –eso sí– daría nombre, apellidos y un futuro”. Que lo cortés no quita lo valiente.

“Era nuestra protagonista una mujer de inteligencia, que además entendía que la fama y la gloria nunca son fruto de la quietud del timorato”

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La misión la encarga Carlos I a Juan de Sanabria, al que debía acompañar su esposa doña Mencía Calderón. Pero, ¿qué sucede? Pues que, después de vender todo cuanto tenía para hacer frente a la expedición, barcos, tropa, víveres, paños, bagatelas, espejos y hasta collarcitos, don Juan es llamado inopinadamente a presencia del Todopoderoso y le queda el muerto, también el otro, a doña Mencía. ¿Y qué hace entonces nuestra imperial mujer? Pues, todo menos enlutar de por vida o recluirse en un convento maldiciendo perpetuamente su suerte, como por desgracia era frecuente. Se echa entonces a la mar y decide ser ella quien lidere aquella primera caravana de mujeres. ¡435 años antes que la famosa de Plan! Con una salvedad digna de mención: a causa precisamente de ser mujer el cargo de Adelantado que ostentaba su esposo no lo hereda ella sino Diego de Sanabria, de 18 años de edad y a la sazón hijo del anterior matrimonio del finado. No obstante, con una sabiduría fuera de lo normal, nuestra heroína se erige en una especie de regente y consigue exprimir hasta el tuétano tan ansiado por entonces cargo.

Demuestra así, una vez más, que no era mujer de coger con el pie cambiado. La comitiva parte como era habitual por entonces del puerto de Sevilla en la tarde del día 9 de abril de 1550. La formaban tres naves, la San Miguel, la Asunción y la San Juan. En la primera viajaba doña Mencía con su familia y capitaneaba la maniobra Juan de Salazar, el mismo que ya en 1537 había erigido un fuerte en el Rio de la Plata al que denominó Nuestra Señora de la Asunción, y hoy simplemente Asunción, la capital del Paraguay. Pero ciñámonos a la ruta.

Después de avituallarse convenientemente en las Islas Canarias enfilan la costa africana para llegar a Cabo Verde, desde donde cruzarían el Atlántico hasta alcanzar las costas de Brasil. Cosa que efectivamente hizo doña Mencía y su tripulación, pero no sin antes de tener que negociar personalmente con los asilvestrados piratas normandos que los asaltan: aquellos no tocarían ni un rizo de las bellas extremeñas y a cambio esquilmarían toda la carga, instrumentos de navegación incluidos. Concluido satisfactoriamente el acuerdo, nuestra protagonista comienza a labrarse un lugar en la historia.

Por fin, el 16 de diciembre de 1550 llegan a las costas de Santa Catarica, en Brasil. Por entonces, al San Juan ya se lo había merendado una tormenta y el Asunción se hunde nada más llegar. No tuvo tampoco mejor fortuna el San Miguel, al que unos vientos huracanados amuran contra las agrestes rocas y del que tan sólo pudieron salvar cuatro maderos. Con este trasiego de desgracias, de las 300 personas que habían partido de España tan sólo llegan 120, entre las que tampoco estaría una de las tres hijas de doña Mencía. Quedaban todavía 1.500 kilómetros por delante para llegar a Asunción, y sobre todo quedaba un largo tiempo al que ofrecer nuevos y escalofriantes episodios.

Ante tal estado de destrucción y desgracias la comitiva decide sabiamente permanecer en este lugar por un tiempo prudencial. Digamos que dos años y medio. El suficiente en todo caso como para organizar dos expediciones que lleguen hasta el vasco Irala, al que suponían ávido de prestar todo tipo de ayuda a sus paisanos. Y así, cumpliendo mandato, allá se fueron Cristóbal de Saavedra y Hernando Salazar. Los dos recorrerían aquellos cientos de millas en un santiamén. Entre la esperanza por ver la cara de sus compatriotas y sobre todo las ansias por llegar, los dos pataches vuelan sobre las serpenteadas olas como Fernando Alonso en Montmeló. Todo era ilusión y alegría. ¡Ya casi estamos!, se decían unos a otros, para animar la travesía. Estar, estarían; lo que no sospechaban era donde: en el trullo. Ahí los mete Martínez de Irala. El muchacho no estaba por la labor de tener competencia en aquel jardín, y mucho menos de quedar bajo el mando de la Adelantada ¡Una mujer! ¡Antes, la guerra!

Ante la falta de noticias y después de bautizar en la fe cristiana a su primer nieto, Fernando Trejo Sanabria, hijo del capitán Hernando Trejo y de su hija María, decide doña Mencía continuar su camino por aquellas inhóspitas tierras, ante la imposibilidad de hacerlo por mar. Tras una penosa travesía llega a Santos y allí solicita su ayuda al gobernador portugués Tomás de Sousa, quien en un principio se muestra encantado. Entre el sabio parlamento de la capitana y la belleza y esplendor del pasaje, nada había que impidiese una calurosa bienvenida. Incluso algunas se casarían con súbditos portugueses. No estaban ya dispuestas a que se les pasase el arroz: si hay que casarse, cuanto antes mejor, se dijeron.

Pero, entre compromisos, bodas y bailongos, sucede que el gobernador intercepta unas cartas en las que doña Mencía se quejaba al rey Carlos del maltrato que el portugués estaba dando a los indios. La respuesta no se hizo esperar: ¡al trullo también con ella! Allí permanece nuestra gran señora hasta que le es comunicada la triste noticia de la muerte de su hijastro, Diego. Entre la pena que causaba y la intercesión de los jesuitas, don Tomás decide liberarla e incluso avituallar su escabroso camino por la selva. Para sus adentros, nunca iría muy lejos. También él subestimaba la tenaz capacidad de nuestra protagonista.

Al fin, en mayo de 1556 llegan a la Asunción doña Mencía y sus heroínas. Tras 6 años y 15.000 kilómetros de viaje a sus espaldas ya no serían las mismas que habían partido de sus casas, cuando no sabían siquiera a donde o para qué. Llegan, por el contrario, unas mujeres bellas, pero también curtidas en las dificultades, seguras de sí mismas y conscientes de que su periplo y oportunidad pasarían a la historia, como así fue.

Sin duda, constituyen en la distancia un permanente y verdadero homenaje a las grandes madres de América. A la capacidad, valor y tenacidad de la mujer.

Qué gran ejemplo para quienes hacen hoy la misma travesía, pero en Falcon.

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