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José Manuel Ponte

Inventario de perplejidades

José Manuel Ponte

Blanca Andreu y el epiceno

De vez en cuando, los periódicos nos traen agradables sorpresas, como la del domingo pasado que rescata la memoria de Blanca Andreu, poeta que fue galardonada con el premio Adonáis a los 20 años. Mientras estudiaba Filología en la Universidad Complutense, un amigo le pidió permiso para rescatar de la papelera los poemas que había escrito durante el curso. Algunos arrugados y otros con manchas de café. Ese amigo (del que no nos proporcionan el nombre en el reportaje que firma el escritor y periodista pontevedrés Manuel Jabois) quedó fascinado por su belleza literaria, los ordenó y después los presentó al Adonáis sin pedirle permiso para ello. Como trascendió más tarde, uno de los miembros del jurado pidió que el poemario de Blanca fuera retirado del concurso porque estaba hecho “una porquería”. El sentido de la justicia se impuso y el jurado en el que figuraban García Nieto, Jiménez Martos, Rafael Morales y Claudio Rodríguez, le otorgó el premio por una obra que está considerada, según Jabois, “como uno de los libros capitales de la poesía en español”. El resto de la entrevista, aparte de la llamada en primera, la ocupan siete columnas con las correspondientes fotografías de una joven guapísima, a la que el entrevistador intenta hacerle decir que podría volver a publicar. “Tengo inéditos, quizá a título póstumo salgan”, reconoce. “Pienso en relatos, que es lo que quiero hacer desde hace años y tengo bastantes escritos, pero publicar un libro nuevo y ponerme en manos de la crítica me repele”.

"Alguien que reconoce 'tener obra inédita que quizás vea la luz a título póstumo' no encaja en un mundillo de vanidades"

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Blanca es una persona muy reservada y solitaria y durante muchos años fuimos vecinos en el “casco viejo” de la ciudad herculina. Solía tomar el almuerzo en un restaurante donde los comensales teníamos el privilegio de ocupar siempre una mesa individual. Aunque eso no impedía el diálogo entrecruzado de los clientes habituales. La poeta, que no poetisa, como decían inapropiadamente algunos advenedizos, solía llegar acompañada de un “perrito bailarín”, como ella le llamaba por su habilidad para dar vueltas sobre las patas de atrás. Una afición que acabaría por dejarlo inválido, como reconocía con mucha pena. Los vecinos del “casco viejo”, que allí conocen como “la ciudad”, estuvimos siempre orgullosos de contar como vecina con Blanca Andreu, que siempre nos pareció el complemento perfecto para la monumentalidad circundante. Y su honestidad poética, un caso raro, pero muy emocionante, en la literatura española.

Alguien que reconoce “tener obra inédita que quizás vea la luz a título póstumo” no encaja en un mundillo de vanidades. El que quiera dibujar un retrato de tan singular poeta deberá echar mano de la entrevista que le hace Jabois, pero también de la que publicó Isabel Bugallal, excelente como todas las suyas. A toda página y con una rotunda frase de Blanca como titular: “Se han cargado el epiceno”. Ahora, la poeta ya no vive en “la ciudad”, ha vendido la casa (muy cercana a la que ocupó Rosalía de Castro) y se ha ido a residir a Orihuela frente al mar Mediterráneo. El Ayuntamiento herculino debería colocar una placa con su nombre y con algún poema suyo.

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