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Irigoyen, de La Estrella de Viena a La Duquesita

Dos confiterías señeras endulzaron la vida pontevedresa con sus deliciosas especialidades después de la Guerra Civil (y 2)

Antonio Irigoyen y su familia, junto a todo el personal de la pastelería de la Oliva. // Archivo familiar

“Antonio, tú eres como un diamante sin pulir”. Esta proverbial sentencia espetó un día a Irigoyen con su sonrisa beatífica don Peregrino Reboiras. El párroco de Santa María siempre hizo gala de una cierta perspicacia para adentrarse en el alma misma de sus feligreses. Antonio no era un meapilas, pero sí muy devoto del Cristo del Buen Viaje, ubicado junto a la entrada del templo, y esa circunstancia acentuó su amistad con aquel inefable cura.

Irigoyen, de La Estrella de Viena a La Duquesita

El traspaso de la pastelería de Ureta en la calle Real marcó el inicio de la andadura profesional de Irigoyen por cuenta propia, a mediados de 1939. Antes de finalizar aquel año, también gestionó el alquiler del bajo ubicado en el número 1 de la plaza de la Peregrina, propiedad de Elisa Sampedro Mon, hija de don Casto. La obra de adaptación del local se prolongó seis meses y el sábado, 26 de julio de 1940, Antonio abrió la confitería y bombonería La Duquesita.

Tanto el proyecto como la obra se ejecutó bajo la dirección de Ramón Peña, que comenzó allí su andadura como decorador en Pontevedra cuando ya gozaba de merecida fama como pintor.

“Este nuevo establecimiento comercial se presenta con extraordinario lujo, a tal extremo que puede considerarse lo mejor de Galicia en su género”.

La gacetilla periodística destacaba sus coloridos delicados, la luz indirecta y unos metales policromados, todo combinado bajo el buen gusto del irrepetible Peñita. A Irigoyen siempre le gustó hacer las cosas a lo grande y al día siguiente obsequió con un surtido de pasteles a los ancianos del Asilo y a los niños del Hospicio Provincial y el Auxilio Social, una muestra más de la enorme generosidad y el buen corazón que mostró toda su vida.

La Duquesita adquirió una justa fama y mejoró su servicio en verano de 1949 con la instalación de veladores para servir meriendas en la parte trasera, frente a los jardines de Casto Sampedro.

Como Irigoyen tuvo siempre alma de pastelero y no de panadero, aunque compaginó ambas actividades, cuando se asoció con Manuel Vilela Pereira para regentar su fábrica de La Estrella de Viena desde finales de 1940, enseguida solicitó al Ayuntamiento un cambio de uso para el establecimiento situado en el número 26 de la calle de la Oliva.

Abierto tres años antes, en plena Guerra Civil, este local destinado a la venta de pan recabó toda suerte de elegios y parabienes. Vitrinas y estanterías para la muestra de sus productos, combinaron bien con cristales y mármoles, amén de las paredes esmaltadas y algunos efectos especiales de metal patinado. “Toda una sensación de limpieza, higiene y buen gusto -señaló la prensa de la época-, alto exponen de una industria que sabe sobreponerse a una rutina comercial”.

Irigoyen no tuvo que esforzarse mucho ante la autoridad municipal para conseguir la aprobación de su cambio de panadería a pastelería. Porque al acondicionamiento más que correcto de su montaje, sumaba la previa utilización de ambos servicios por parte del propio Vilela.

La Estrella de Viena se estrenó a bombo y platillo como pastelería sirviendo un suculento agasajo al nuevo embajador de Argentina en España, doctor Adrián C. Escobar, declarado huésped de honor en Pontevedra y tratado como tal por el Concello durante su visita oficial.

Antonio Irigoyen levantó todo un imperio en un tiempo récord y en una época muy difícil de postguerra, cuando tanto escaseaba la materia prima para su negocio, desde el azúcar a la harina. Él sacó el máximo partido a las dependencias centrales de La Estrella de Viena (ahora ocupadas por la panadería Acuña), que Manuel Vilela construyó al final de la calle Peregrina. El tándem resultó magnífico entonces por su compenetración y buen entendimiento, y también unió mucho a sus respectivas familias.

A mediados de 1947, Irigoyen dio un paso más y ejerció como gerente del Hotel Engracia, el mejor de la ciudad entonces, con la finalidad de atender un turismo incipiente. Su apertura constituyó un acontecimiento social. Tras la bendición de las instalaciones por el padre Fraile Lozano, autoridades e invitados resaltaron su elegancia y confort.

Todas habitaciones exteriores, restaurante, bar americano y terraza, el Hotel Engracia resultó un fiasco semejante al célebre Urquín, que promovió Antonio Hereder. Uno y otro pagaron caro su atrevimiento en una ciudad apocada. Irigoyen tiró la toalla al cabo de un año, cuando asumió su inviabilidad.

Un día aciago, Juan Marín, su médico de confianza, se percató de que algo empezaba a fallar en la cabeza de Antonio; en definitiva, no regía bien. Como buen amigo, recomendó a Irigoyen la visita a un especialista, pero aquella certera apreciación le sentó fatal, negó la mayor y no prestó la menor atención. Así comenzó su deriva irremediable a mediados de los años 50.

Por su mala cabeza, Irigoyen empezó a desprenderse de sus negocios sin ton ni son, mediante unos acuerdos bastante irrisorios. Antes de emprender un disparatado viaje a Colombia traspasó la panadería a Rogelio Acuña, que trabajó allí toda su vida, desde los inicios de Manuel Pereira con La Estrella de Viena. Y después de regresar de América hizo lo propio con La Duquesita, que vendió a Álvaro Argibay Corbacho, igualmente empleado suyo.

Afortunadamente, los Irigoyen conservaron la pastelería de la Oliva que, a la postre, se convirtió en su principal sustento económico. Al marcharse a hacer las américas, Antonio dejó el negocio al cuidado de Manuel Leiro, el último gran pastelero formado a su lado. Tan mal volvió de Colombia después que ya no pudo retomar su actividad y su esposa ocupó su lugar. Leonor López contó en el despacho al público con la ayuda de su yerna, Maite Zarragoikoetxea.

El cierre irremediable de la popular confitería llegó cuando pasó a convertirse en un negocio ruinoso. El fiel Manuel Leiro montó después el bar O Cortello, detrás de la basílica de Santa María, famoso por sus riñones al jerez.

Antonio siempre creyó que Pontevedra no había reconocido su valía profesional, y se murió con la pena de que ningún hijo había tomado su relevo y continuado la saga pastelera.

El genuino progenitor del culebrón navideño

Aurea María Irigoyen guarda como un tesoro bien cobijado en su mente despierta unos imborrables recuerdos infantiles del emporio impulsado por su padre. Ella tiene a gala que su progenitor introdujo en esta ciudad las mejores esencias de la pastelería francesa, que Antonio desarrolló hasta alcanzar la excelencia en los años 40. Sostiene su hija la paternidad de Irigoyen sobre el gran dragón que endulzaba -y todavía sigue haciéndolo- las navidades de los pontevedreses. Aurea vislumbra con claridad al “bicho”, así conocido popularmente, cuya artística composición asomaba tras el escaparate y daba la vuelta al interior de su pastelería de la Oliva apoyado sobre tablones entrelazados. El delicioso pastel se cortaba y vendía al peso en pequeños trozos. Aurea recuerda los grandes dientes realizados con almendras blancas que destacaban en su enorme cabeza, así como las escamas de la piel hechas con mazapán de yema. El conjunto del “bicho” resultaba delicioso y nunca faltaba cada Navidad en las casas que podían comprarlo de forma excepcional. Su demanda fue tan grande que las principales confiterías empezaron a hacerlo, cada una introduciendo su sello propio, aunque no muy diferente del original. El arte de la pastelería no tenía ningún secreto para Antonio. Hacía flores para adornar las tartas con todo detalle - sus pétalos, sus sépalos y sus cálices- a base de un caramelo caliente que quemaba los dedos. Maceraba el melón con exquisito cuidado para hacer el cabello de ángel, y preparaba confituras con todas las frutas. Él era capaz de repicar en dulce cualquier cosa, por difícil que resultara el encargo del cliente. En sonada ocasión, logró que gorriones blancos salieran volando de la iglesia que coronaba una gran tarta nupcial. Como la escasez de buena materia prima era patente, había que avivar el ingenio para encontrar sucedáneos adecuados. Aurea recuerda, por ejemplo, que su padre lograba un chocolate más que aceptable a partir de cáscaras de cacao bien cocidas en leche para extraer todo su sabor. El complejo de La Estrella de Viena resultó una segunda casa para Aurea; su infancia allí transcurrió felizmente. Ahora todavía describe con detalle la ubicación de cada cosa y la labor que realizaban las fábricas de caramelos y bombones al fondo del recinto, en una primera planta tras un patio interior que la trasera formaba con la parte delantera. “El jarabe líquido con el color y sabor deseado se volcaba para estirarlo sobre dos mesas de mármol terminadas en unos bordes de madera para evitar su caída. Una vez logrado el grosor deseado, los caramelos se cortaban a espátula, se envolvían en papel y se guardaban en cajas. Todo el proceso se hacía manualmente”. Aurea parece como si se relamiera con esa imagen acaramelada y no se olvida de Encarna, la mano derecha de su padre en aquella fábrica, después de formarse a su lado en la confitería de la calle Real. Solo en la panificadora, la hija estima en 40 el número de empleados a mediados de los años 40. Antonio hasta instaló allí un futbolín para hacer más llevadero el descanso del personal, al que siempre trató de formar lo mejor posible en aquella escuela de pasteleros que fue La Estrella de Viena.

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