Opinión | el trasluz
Incluso los que no
Ahora que el periódico de papel cotiza a la baja, es el momento de decir que se trata (¿se trataba?) de un artefacto bien hecho de verdad. Una obra de arte que se montaba y se desmontaba cada día, como esos castillos de arena que se lleva la marea por la noche. Arte efímero, igual que las estatuas de hielo, que la pirotecnia, que las esculturas de sonido. Algo de Ave Fénix tenía (¿tiene?) también, puesto que el periódico de hoy nacía de las cenizas del de ayer. Había días en los que el periódico de papel estaba helado y días en los que quemaba. Había días en los que tenía fiebre. Nadie, como el periódico de papel, ha contado mejor la fiebre del mundo en las épocas en las que el mundo amanecía con cuarenta grados a la sombra. Esos periódicos con calentura eran ideales también para encender la chimenea. Sus titulares de primera página ardían como la yesca, mientras que sus necrológicas se quemaban despacio, dejando unas ascuas como de huesos calcinados.
Nadie como el periódico ha contado mejor la fiebre del mundo
El periódico de papel implicaba la existencia de naves gigantescas para la rotativa. La rotativa era un animal prehistórico y crepuscular, pues se pasaba el día dormitando para activarse al anochecer. Era una arquitectura viva, una mecánica monumental, una bestia de acero, tinta, plomo y engranajes. A los directores de los periódicos les gustaba dar la copa de Navidad en las dependencias de la rotativa porque los asistentes solo tenían ojos para aquella ingeniería formidable y dura, que trataba sin embargo al papel con la delicadeza de un King Kong enamorado. Algunos invitados solicitaban asistir a la salida del primer ejemplar de la mañana, dado a luz, increíblemente, por las entrañas de aquella impresora colosal hecha de cilindros, correas y tornillos.
Sus titulares de primera página ardían como la yesca, mientras que sus necrológicas se quemaban despacio, dejando unas ascuas como de huesos calcinados
Daba gusto coger ese primer ejemplar de la cinta transportadora y llevárselo debajo del brazo, como el que se lleva debajo del brazo el mundo, a la cafetería más próxima, donde, mientras amanecía, uno comenzaba a leer la realidad, que era como leerse a sí mismo. Uno estaba fuera del periódico, pero al mismo tiempo, de forma misteriosa, se hallaba también dentro de él porque en ese papel, que no podías manipular sin mancharte las manos, estaban todos, incluso los que no.
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