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Julio Picatoste

La historia pasa página

En los veranos de mi infancia reservaba unos días para pasarlos en Quiroga con mi abuela. En la memoria se funden los recuerdos. Días de calor y siesta obligada, de piano y pianola en aquella salita inmediata a una galería con sabor cubano, verdor de plantas y sillones de mimbre tintados de azul, aromas de Heno de Pravia y rosarios nocturnos a dúo, mi abuela y yo, en su dormitorio, una abuela envejecida, “soiña de vivos, soiña de mortos” como la describí en un poema juvenil a ella dedicado. Recuerdo que alguna oración ensartada en el rosario la ofrecía “por una buena muerte”. ¿Acaso alguna muerte es buena? ¿Lo fue la suya? Sufrió un derrame cerebral; inmovilizada en su lecho, no podía hablar, y de sus ojos se deslizaron unas lágrimas. Así fueron sus últimas palabras.

Por aquel entonces, debía ser un niño muy cumplimentero, porque, no recuerdo si espontáneamente o inducido a ello, seguía un orden de visitas protocolarias que llevaba a cabo a poco de llegar al pueblo. Eran tres o cuatro, y todas ellas señoras mayores, amigas de la familia, o más bien de mi abuela. Era una suerte de inauguración oficial de mi verano quirogués, un “Ja soc aquí” a aquel reducido censo de septuagenarias del pueblo que celebraban el gesto del nieto que acudía a acompañar a su abuela. Me da la impresión de que el estimulante florilegio de lindezas que me dedicaban era el mismo cada verano, sin variantes. Formaba parte de la dialéctica protocolaria.

Una de esas visitas regulares, probablemente la más celebrada, era la que hacía a las hermanas Navia, tres mujeres de avanzada edad, solteras, que vivían juntas. Araceli, Emma y Rosina. Por su mayor vitalidad y su voz más clara y vigorosa, deduzco que Rosina debía ser la más joven. Tan pronto aparecía en su casa, las tres dejaban sus tareas para, solícitas, dedicarse a mí. Se sentaban conmigo, o mejor, frente a mí, y yo, sentado también, respondía a su interrogatorio de puesta al día. Al atardecer, bajaban a la iglesia, debidamente ataviadas, para oficiar aquel encuentro religioso de rezos, bajo la mirada escrutadora y poderosa de aquel inmenso y fulminante ojo divino dibujado en el techo que taladraba la atmósfera; allí seguían la ceremonia, oración tras oración, al ritmo de la voz incolora y monocorde del párroco correspondida por seis o siete voces con apagado soniquete de cansancio. Todas se sabían ya próximas a la última estación y cada oración era como la renovación esperanzada de un billete cuyo uso estaba ya cercano.

Los pueblos, con el paso del tiempo, mudan su piel. Aquel Quiroga de mi infancia quedaba arriba, en el poblado del silencio y la memoria

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Hace poco visité el cementerio de Quiroga; después de detenerme ante los míos, deambulé por ese poblado horizontal y silencioso, lleno de ausencias, nombres, apellidos y fechas que parcamente apuntalan el resumen mudo de una vida. De pronto, y ya próximo a la salida, inesperadamente me encuentro un panteón a ras de tierra con tres lápidas, iguales, dispuestas ordenadamente en línea, muy juntas, como tres cuerpos yacentes. Eran las tres hermanas, Araceli, Emma y Rosina, juntas, unidas, como siempre estuvieron; en la muerte como en la vida. Parece que me hubieran salido al paso para tener un último encuentro y escenificar una postrera visita.

Me detuve ante las lápidas yacentes, y así permanecí unos instantes, de pie, en silencio, recordándolas. Fugazmente, me pareció que la vida daba como un vuelco. Yo debo tener ahora la edad que ellas tenían cuando las visitaba. En cierta manera volví a ser aquel niño que, sentado frente a ellas, contestaba a sus preguntas. Ahora era yo quien en silencio querría preguntar, porque hoy soy yo el que tiene preguntas, muchas preguntas sin respuestas.

Cuando bajé al pueblo, tuve una percepción desoladora. Ya no conocía a nadie; nadie quedaba de aquel tiempo pasado; ya no había a quien visitar. El pueblo, sus calles, sus comercios habían sido tomados por otras personas. El tejido humano se había renovado por completo. Los pueblos, con el paso del tiempo, mudan su piel. Aquel Quiroga de mi infancia quedaba arriba, en el poblado del silencio y la memoria. La historia había pasado página. Otra generación se había hecho cargo de ella y había ocupado su sitio. Es el “tiempo que ni vuelve ni tropieza”, el tiempo todopoderoso que inexorablemente cumple sus planes.

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