Faro de Vigo

Faro de Vigo

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Julio Picatoste

La vida en un bote de cristal

De entre las diabluras infantiles, recuerdo ahora las que tomaban como víctimas a aquellos incordios alados que eran las moscas. Las capturábamos con un movimiento rápido del puño semicerrado. Una vez atrapadas, sentía en la palma de la mano su aleteo agitado. Para mí, un cosquilleo; para la mosca, unos instantes angustiosos. Una de las torturas frecuentes entre los chicos era privarles de las alas, amputación que me resultaba tan brutal que yo me negaba a ejecutar. No soportaba aquella mutilación. Imaginaba la descomunal tragedia que para la mosca tenía que suponer verse despojada de la capacidad de volar, degradada a insecto de tierra; me resistía a hacer de aquella crueldad motivo de diversión. En su lugar, sometía a la mosca a otra privación –también desalmada–, la de su libertad, encerrándola, una vez apresada, en un bote de cristal. En su interior, revoloteaba agitada buscando el vuelo libre, para terminar por darse de bruces contra el cristal, al cual pegaba la cabeza como si pugnase por atravesarlo, manteniéndose inmóvil, sostenida por su aleteo. A veces, parecía resignarse y se dedicaba a deambular por la pared de cristal hasta emprender otra vez el vuelo e intentar la huida por otro lugar, para toparse de nuevo con la terca barrera traslúcida. Le resultaba imposible acceder a ese otro mundo que, mejor o peor, probablemente desfigurado, percibía a través de las paredes del receptáculo. Aquella situación tal vez se resolviese en el hipotético y minúsculo entendimiento del insecto en alguna de estas hipótesis: a) lo que veía, pero no alcanzaba, tal vez fuera producto de su imaginación; no había otra realidad que la del espacio acristalado; las imágenes, formas y colores que creía ver más allá de los límites del interior del recipiente no eran sino pura ensoñación, espejismo, acaso proyección de sus deseos, pero, en realidad, su vuelo y su espacio eran finitos; el mundo, su propia existencia se reducían al único espacio habitable entre aquellas paredes traslúcidas; b) tal vez tuvo una existencia anterior o acaso fue solo el sueño de un mundo de libertad plena en el que su vuelo no tenía límites, y su vida actual no era sino un constante deseo de volver a aquella recordada inmensidad de espacio inacabable.

"¿Por qué se ha dotado al hombre de un potencial de ensoñación sin límites si al final es finito y limitado?"

decoration

Lejos estaba yo de pensar entonces que aquel divertimento, si puede llamarse así a la despiadada tortura a que sometía al pobre insecto, encerraba algún sentido alegórico de la vida humana. Como aquella mosca atrapada, vive el hombre en un reducto vital limitado. Algunos creen en otro espacio trasmundano, situado más allá de la existencia real, tangible, donde el hombre, en vuelo libre, toma conciencia de su pertenencia a un todo del que es inescindible, una unidad de plenitud que todo lo abarca –Naturaleza naturante, decía Spinoza–, causa inmanente que todo lo sustenta; otros lo anhelan y, en ese afán, creen verlo o con deformación lo atisban a través de las paredes del cristal brumoso de una existencia insatisfactoria, preñada de incertidumbre. Para otros no es más que un ejercicio de pura imaginación agitada por el deseo de perpetuarse sin fin.

Esa imagen del insecto alado zigzagueando, atrapado dentro del bote, con vuelos de corto recorrido, sugiere también otra experiencia humana: la constatación de un desequilibrio abismal entre la finitud de las capacidades reales del hombre y su ilimitada capacidad de soñar e imaginar. ¿Para qué esas alas de esperanza y ensueños si no puede volar más allá de su frontera de cristal? ¿Por qué se ha dotado al hombre de un potencial de ensoñación sin límites si al final es finito y limitado? En la comprobación de este contraste terrible está el germen de la idea de la vida humana como fracaso. Ícaro, empujado por sus sueños, quiso volar y se estrelló contra el suelo. Unamuno dijo que cuando el alma recuerda de cuánta esperanza se nutrió su juventud, advierte que la vida es engaño; por eso escribió aquel desconsolado verso: “Toda vida a la postre es un fracaso”, pero “para ver la verdad no hay mejor lumbre/que la lumbre que sube del ocaso...”. Tal vez demasiado tarde.

Compartir el artículo

stats