Opinión
Los justos
¿Por qué no queremos acordarnos de todas esas personas que hicieron el bien cuando lo más fácil era mirar hacia otro lado?
Google, que supuestamente lo sabe todo, no ha podido aclararme quién fue la primera persona declarada “Justo entre las Naciones” por el parlamento de Israel. En 1953, el parlamento de Israel aprobó una ley que pretendía honrar a todos los no judíos que habían puesto en peligro su vida para salvar a judíos europeos durante el Holocausto. La ley es la que ahora se conoce como Vad Yashem. Por lo que he leído, uno de los primeros “Justos entre las Naciones” fue el diplomático sueco Raoul Wallenberg, que salvó a unos 5000 judíos en Budapest durante los años 1944 y 45 (los soviéticos se lo agradecieron haciéndolo desaparecer en el Gulag). Oskar Schindler, el personaje que inspiró la película de Spielberg, fue declarado “justo entre las naciones” en 1962. La gran Irena Sendler, la enfermera polaca que salvó a unos 2500 niños judíos del gueto de Varsovia, fue declarada “justa entre las naciones” en 1965. Hasta ahora, hay reconocidos casi 28.000 “justos entre las naciones”.
Me he acordado de esta ley –una de las más hermosas leyes que se han aprobado jamás en un parlamento– cuando he leído que se va a aprobar una nueva ley de Memoria Democrática. No creo que haga falta una nueva ley –con la primera ley ya es más que suficiente–, pero en cambio sí creo que hace falta una ley que establezca una especie de Vad Yashem para los “justos” de nuestra guerra civil. No los que encendieron el fuego y cometieron crímenes horribles –y entre los dos bandos–, sino justamente aquellas personas que hicieron todo lo posible para evitar las muertes, sobre todo las muertes de personas que militaban en partidos o sindicatos que estaban en las antípodas de sus propias ideas. Porque esas personas existieron, vaya si existieron, pero nadie ha querido contabilizarlas ni darles el homenaje que se merecen. Empezando por un personaje fascinante y pésimamente conocido, el anarquista sevillano Melchor Rodríguez, que se jugó la vida en la prisión de Alcalá de Henares, pistola en mano, cuando evitó el asalto de un grupo de milicianos furiosos que querían vengar a las víctimas de un bombardeo franquista fusilando a todos los presos “nacionales”. Melchor Rodríguez se opuso al asalto –pistola en mano, ya lo he dicho– y estuvo a punto de morir linchado por sus propios correligionarios, que querían sangre y querían matar a todos los presos. No lo lograron.
Después de la guerra, los franquistas le agradecieron aquellos actos de heroísmo condenándolo a veinte años de cárcel. El general Muñoz Grandes –que era más franquista que el propio Franco– protestó enérgicamente y pidió que Melchor Rodríguez fuera puesto en libertad “con todos los honores”. En un país civilizado, en vez de ochocientas leyes de Memoria Histórica, habría una calle en cada ciudad dedicada a Melchor Rodríguez. Pero busquen las calles y verán cuántas encuentran.
En Mallorca me acuerdo siempre del sacerdote Jeroni Alomar Poquet, que en el terrible verano de 1936 intentó interceder por muchos republicanos encarcelados, entre ellos su hermano. Jeroni Alomar protestó y protestó –el obispo Miralles no quiso hacerle caso– hasta que fue denunciado por ayudar a huir a varios desertores republicanos. El padre Alomar acabó fusilado en el cementerio de Palma bajo la acusación de “auxilio a la rebelión”. Sus últimas palabras fueron “¡Viva Cristo Rey!”, un extraño grito para alguien que moría asesinado por los franquistas. Hubo muchos más casos como los de Jeroni Alomar. En el frente de Aragón, Antoine de Saint-Exupéry se encontró a un médico socialista francés, que luchaba voluntario con las columnas republicanas, que salvó a docenas de “nacionales” que iba a ser eliminados por ser “derechistas” o “católicos” (lo que equivalía a ser considerado “fascista”). He buscado el nombre de ese médico francés pero no lo he encontrado.
En Sevilla hubo un caso del que apenas se sabe nada: un sacerdote que protestó continuamente por la sangrienta represión franquista y que acabó encarcelado. Don Trinidad, se llamaba. Poco más se sabe de él. Mi padre me contó la historia de un coronel franquista de Zaragoza que salvó la vida de varios médicos franceses enrolados en las Brigadas Internacionales. No solo les salvó la vida, sino que los convirtió en sus amigos (tanto es así que seguían viéndose después de la guerra como un ritual al que no querían renunciar: el coronel franquista y los cinco médicos comunistas franceses). Yo llegué a conocer a uno de esos médicos, en París.
¿Por qué no queremos acordarnos de todos estos justos, de todas esas personas que hicieron el bien cuando lo más fácil y lo más cómodo era simplemente mirar hacia otro lado? ¿Por qué no hay un registro de estas personas, que ya habrán muerto casi todas, y casi siempre sin recibir un miserable homenaje? ¿Por qué nadie intentó hacer con ellas lo que hizo Israel con los “Justos entre las naciones”? ¿Por qué? ¿Por qué?
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